Los humanos somos, por naturaleza, seres muy sensibles. Pero si tenemos una
sensibilidad tan elevada es porque percibimos todas las cosas a través del cuerpo
emocional. Este cuerpo emocional es como un aparato de radio que se puede
sintonizar para percibir determinadas frecuencias o bien para reaccionar frente a otras.
La frecuencia normal de los seres humanos antes de la domesticación se ajusta en la
exploración y el disfrute de la vida; estamos sintonizados para amar. De pequeños no
definimos el amor como un concepto abstracto, sólo lo vivimos. Es tal como somos.
Tanto el cuerpo emocional como el cuerpo físico cuentan con un componente
parecido a un sistema de alarma que nos permite saber cuándo algo no va bien. En el
caso del cuerpo físico este sistema de aviso es lo que denominamos dolor.
Cuando sentimos dolor es porque hay algún problema en nuestro cuerpo, algo que
es necesario examinar y sanar. En el caso del cuerpo emocional, el sistema de alarma es
el miedo. Siempre que sentimos miedo es porque alguna cosa no va bien. Quizá corra
peligro nuestra vida.
El cuerpo emocional percibe las emociones, pero no a través de los ojos. Las emociones se perciben a través del cuerpo emocional. Los niños sencillamente
«sienten» emociones, pero su mente racional no las interpreta ni las cuestiona. Esta es
la razón por la que aceptan a determinadas personas y rechazan a otras. Cuando no se
sienten seguros cerca de una persona, la rechazan porque son capaces de sentir las
emociones que esa persona proyecta. Los niños perciben fácilmente cuando alguien
está enfadado, ya que su sistema de alarma les provoca un pequeño miedo que les dice:
«No te acerques», y siguiendo su instinto, no lo hacen.
Aprendemos a tener un determinado estado emocional según la energía emocional
que impregne nuestro hogar y de cómo reaccionemos personalmente a esa energía. A
eso se debe que cada componente de la familia, aunque sean hermanos, reaccione de
un modo diferente dependiendo de la manera en que haya aprendido a defenderse a sí
mismo y a adaptarse a las circunstancias. Cuando los padres se pelean constantemente,
falta la armonía y el respeto entre ellos, y se mienten, los niños siguen su ejemplo
emocional y aprenden a ser como ellos. Y aunque les digan que no sean así y que no
mientan, la energía emocional de sus padres y de toda su familia les hará percibir el
mundo de una manera similar.
La energía emocional que impregne nuestro hogar sintonizará nuestro cuerpo
emocional con esa frecuencia. El cuerpo emocional empieza a cambiar su sintonización
y llega un momento que deja de ser la sintonización normal del ser humano. Jugamos
al juego de los adultos, jugamos al juego del Sueño externo y perdemos. Perdemos
nuestra inocencia, perdemos nuestra libertad, perdemos nuestra felicidad y nuestra
tendencia a amar. Nos vemos forzados a cambiar y empezamos a percibir otro mundo,
otra realidad: la realidad de la injusticia, la realidad del dolor emocional, la realidad del
veneno emocional. Bienvenidos al infierno: el infierno que los seres humanos crean, el
Sueño del Planeta. Somos bienvenidos a este infierno, pero no lo hemos inventado
nosotros. Ya estaba aquí antes de que naciésemos.
Si observas a los niños podrás ver cómo se destruye el amor verdadero y la
libertad. Imagínate a un niño de dos o tres años que corre y se divierte en el parque.
Mamá está mirando al pequeño y tiene miedo de que se caiga y se lastime. Entonces se
levanta para detenerlo, pero el niño, creyendo que está jugando con él, intenta correr
todavía más deprisa. Los coches pasan cerca, por una calle próxima, y eso intensifica
todavía más el miedo de mamá hasta que, finalmente, lo atrapa. El niño espera que ella
se ponga a jugar con él, y sin embargo lo único que recibe es una azotaina. ¡Boom!
Esto le causa un sobresalto. La felicidad del niño no era otra cosa que la expresión del
amor que emanaba de él, pero después de eso es incapaz de comprender por qué su
madre actúa de ese modo. Con el tiempo, este tipo de sobresalto acabará por bloquear
el amor. El niño no comprende las palabras, pero aun así, se pregunta: «¿Por qué?».
Y de este modo, correr y jugar, una expresión del amor, ha dejado de ser algo
seguro porque, cuando expresas tu amor, tus padres te castigan. Te envían a tu
habitación y no puedes hacer lo que quieres. Te dicen que estás siendo un niño o una
niña mala y eso te hace sentir humillado, significa castigo.
En ese sistema de premios y castigos existe un sentido de la justicia y de la injusticia, de lo que es legítimo y de lo que no lo es. El sentido de la injusticia es como
un cuchillo que abre una herida emocional en la mente. Después, según cómo
reaccionemos ante la injusticia, la herida puede infectarse con veneno emocional. Pero
¿por qué se infectan algunas heridas? Veamos otro ejemplo.
Imagínate que tienes dos o tres años. Te sientes feliz, estás jugando, explorando.
Aún no tienes conciencia de lo que es bueno o de lo que es malo, de lo que es correcto
o incorrecto, de lo que deberías hacer y de lo que no deberías hacer, porque todavía no
estás domesticado. Estás jugando en la habitación con un objeto que se encuentra
cerca de ti. No tienes intención de hacer nada malo, ni de intentar causarle daño a
nadie, pero estás jugando con la guitarra de tu papá. Para ti es sólo un juguete; no
quieres hacerle el menor daño a tu padre. Pero él tiene uno de esos días en los que no
se siente bien. Tiene problemas en su trabajo. Entra en la habitación y te encuentra
jugando con sus cosas. Se enfada de inmediato, te coge y te da una zurra.
Desde tu punto de vista, es una injusticia. Tu padre no hace más que entrar, y con
su enfado, te hace daño. Confiabas plenamente en él porque es tu papá, alguien que,
por lo general, te protege y te permite jugar y ser tú mismo. Sin embargo, ahora hay
algo que no acaba de encajar. Ese sentido de la injusticia es como un dolor en el
corazón. Te sientes vulnerable; te hace daño y te hace llorar. Pero no lloras únicamente
porque te ha dado una azotaina. No es la agresión física lo que te duele; lo que te
parece injusto es la agresión emocional. No habías hecho nada malo.
Ese sentido de la injusticia abre una herida emocional en tu mente. Tu cuerpo
emocional está herido, y en ese momento, pierdes una pequeña parte de tu inocencia.
Aprendes que no puedes confiar siempre en tu padre, y aun en el caso de que tu mente
todavía no lo sepa, porque no lo analiza, sí lo comprende: «No puedo confiar». Tu
cuerpo emocional te dice que existe algo en lo que no puedes confiar y que ese algo
puede repetirse.
Quizá reacciones con miedo; quizá con enfado o con timidez o sencillamente te
pongas a llorar. Pero esa reacción ya es producto del veneno emocional porque, la
reacción normal antes de la domesticación es que, cuando tu papá te da una bofetada,
tú quieras devolvérsela. Le pegas o sólo intentas levantar la mano, pero lo único que
consigues con eso es que él se enfade todavía más contigo. Solamente has levantado la
mano, pero has conseguido que reaccione con mayor enfado y recibes un castigo
todavía peor. Ahora sabes que te destruirá. Ahora le tienes miedo y dejas de defenderte
porque eres consciente de que, si lo hicieses, únicamente conseguirías empeorar las
cosas.
Sigues sin comprender el porqué, pero sabes que tu padre puede incluso matarte.
Esto abre una herida atroz en tu mente. Antes de que ocurriese todo, tu mente estaba
completamente sana; eras del todo inocente. Sin embargo, ahora, después de estos
acontecimientos, la mente racional intenta hacer algo con esa experiencia. Aprendes a
reaccionar de un modo determinado, de una manera particular, tuya. Guardas la
emoción en ti y eso cambia tu forma de vivir. Y a partir de entonces, esta experiencia
se repite cada vez con mayor frecuencia. La injusticia proviene de mamá y de papá, de los hermanos y de las hermanas, de los tíos y las tías, del colegio, de la sociedad, de
todos. Con cada miedo aprendes a defenderte, pero no lo haces de la misma manera
que antes de la domesticación, cuando te defendías y seguías jugando.
Ahora hay algo dentro de la herida que, en un principio, no parece representar un
gran problema: el veneno emocional. No obstante, el veneno emocional se acumula y
la mente empieza a jugar con él. A continuación, el futuro empieza a preocuparnos un
poco porque tenemos el recuerdo del veneno y no queremos que vuelva a ocurrir.
También tenemos recuerdos de cuando hemos sido aceptados; recordamos a mamá y a
papá siendo buenos con nosotros y viviendo en armonía. Queremos esa armonía pero
no sabemos de qué modo crearla. Y, como estamos en el interior de la burbuja de
nuestra propia percepción, nos parece que cualquier cosa que sucede a nuestro
alrededor ha sido provocada por nosotros. Creemos que mamá y papá se pelean por
nuestra culpa incluso cuando no tiene nada que ver con nosotros.
Poco a poco perdemos nuestra inocencia; empezamos a sentir resentimiento, y
después, ya no perdonamos más. Con el tiempo, estos incidentes e interacciones nos
enseñan que no es seguro ser quienes realmente somos. Por supuesto, la intensidad de
todo esto varía en cada ser humano según sea su inteligencia y su educación.
Dependerá de muchos factores. Si tienes suerte, la domesticación no será tan fuerte.
Ahora bien, si no eres tan afortunado, la domesticación puede ser tan dura y causar
unas heridas tan profundas que incluso tengas miedo de hablar. El resultado es: «Oh,
soy tímido». La timidez es el miedo a expresarse uno mismo. Quizá creas que no sabes
bailar o cantar, mas esto es sólo la represión de un instinto humano natural: expresar el
amor.
Los seres humanos utilizamos el miedo para domesticar a otros seres humanos;
cada vez que experimentamos una nueva injusticia, nuestro miedo aumenta. El sentido
de la injusticia es como un cuchillo que abre una herida en nuestro cuerpo emocional.
El veneno emocional se genera a partir de la reacción frente a lo que consideramos una
injusticia. Algunas heridas se curarán, pero otras se infectarán con más y más veneno.
Cuando estamos llenos de veneno emocional, sentimos la necesidad de liberarlo, y para
deshacernos de él, se lo enviamos a otra persona. ¿Y cómo lo hacemos? Pues captando
su atención.
Tomemos el ejemplo de una pareja corriente. Por la razón que sea, la mujer está
enfadada. Está llena de veneno emocional debido a una injusticia que tiene su origen
en el marido. Éste no se encuentra en casa, pero ella recuerda la injusticia y el veneno
aumenta en su interior. Cuando el marido llega, lo primero que ella quiere hacer es
captar su atención porque, cuando lo haga, podrá traspasarle a él todo el veneno y
entonces sentirse aliviada. Tan pronto le dice lo malo, estúpido o injusto que es, le
transfiere a su marido el veneno que acumulaba en su interior.
Habla y habla sin parar hasta que consigue captar su atención. Finalmente, él
reacciona y se enfurece, y entonces, ella se siente mejor. Sin embargo, ahora el veneno
recorre el cuerpo de él y siente la necesidad de desquitarse. Tiene que captar la atención
de ella a fin de librarse del veneno, pero ya no es sólo el veneno de ella: es el veneno de ella más el veneno de él. Si observas esta interacción detenidamente, comprenderás que
lo que están haciendo es hurgar en sus respectivas heridas y jugar a ping-pong con el
veneno emocional. De este modo, el veneno seguirá aumentando sin parar hasta que,
algún día, uno de los dos estalle. Aun así, esta es la manera en que los seres humanos
nos relacionamos a menudo.
Al captar la atención, la energía va de una persona a otra. La atención es algo muy
poderoso en lamente del ser humano. De hecho, en todo el mundo las personas van
continuamente a la caza de la atención de los demás, y cuando la capturan, crean
canales de comunicación. Pero al igual que se transfiere el sueño y el poder, también se
transfiere el veneno emocional.
Normalmente, nos liberamos del veneno traspasándoselo a la persona que creemos
responsable de la injusticia, pero si esa persona es tan poderosa que no podemos
enviárselo, entonces lo lanzamos contra cualquier otra sin importarnos de quien se
trate. Por ejemplo a los niños, que no son capaces de defenderse de nosotros,
estableciendo así relaciones abusivas. De este modo, la gente que tiene poder abusa de
los que tienen menos, porque necesita deshacerse de su veneno emocional. Hay que
desprenderse del veneno, y por eso en ocasiones, no se tiene en cuenta la justicia; sólo
queremos deshacernos de él, queremos paz. Esa es la razón por la que los seres
humanos andan siempre detrás del poder, porque, cuanto más poderoso se es, más
fácil resulta descargar el veneno sobre los que no pueden defenderse.
Por supuesto, estoy hablando de las relaciones en el infierno, de la enfermedad
mental que existe en el planeta. No hay que culpar a nadie de esta enfermedad; no es
buena ni mala ni correcta ni incorrecta; sencillamente, esa es la patología normal de
esta enfermedad. Nadie es culpable por comportarse de manera abusiva con los demás.
Del mismo modo que la gente de aquel planeta imaginario no era culpable de que su
piel estuviese enferma, tú no eres culpable de tener heridas infectadas con veneno.
Cuando estás herido o físicamente enfermo, no te culpas a ti mismo por estarlo.
Entonces, ¿por qué sentirse mal o culpable si tu cuerpo emocional está enfermo?
Lo que sí es importante es cobrar conciencia de que tenemos este problema, ya
que cuando lo hacemos así, tenemos la oportunidad de sanar nuestro cuerpo y nuestra
mente emocional y de dejar de sufrir. Sin esa conciencia, no es posible hacer nada. Lo
único que nos queda es continuar sufriendo las consecuencias de nuestra interacción
con otros seres humanos, y no sólo eso, sino también sufrir a causa de la interacción
que mantenemos con nuestro propio yo, porque también nos tocamos nuestras
propias heridas con el único propósito de castigarnos.
En nuestra mente hay una parte, creada por nosotros, que siempre está juzgando.
El Juez juzga todo lo que hacemos, lo que no hacemos, lo que sentimos, lo que no
sentimos. Nos juzgamos a nosotros mismos de manera continua y juzgamos
incesantemente a los demás basándonos en nuestras creencias y en nuestro sentido de
la justicia y demás estén equivocados. Sentimos la necesidad de tener «razón» porque
intentamos proteger la imagen que queremos proyectar al exterior. Tenemos que
imponer nuestro modo de pensar, no sólo a otros seres humanos sino también a nosotros mismos.
Cuando cobramos conciencia de todo esto, comprendemos con facilidad por qué
no funcionan las relaciones: con nuestros padres, con nuestros hijos, con nuestros
amigos, con nuestra pareja e incluso con nosotros mismos. ¿Por qué no funciona la
relación que mantenemos con nosotros mismos? Porque estamos heridos y llenos de
todo ese veneno emocional que a duras penas somos capaces de manejar. Estamos
llenos de veneno porque hemos crecido con una imagen de perfección que no se
corresponde a la realidad, que no existe, y sentimos esa injusticia en nuestra mente.
Hemos visto de qué modo creamos esa imagen de perfección para complacer a los
demás, aun cuando ellos crean su propio sueño, que no guarda ninguna relación con
nosotros. Intentamos complacer a mamá y a papá, intentamos complacer a nuestro
profesor, a nuestro guía espiritual, a nuestra religión, a Dios. Pero la verdad es que,
desde su punto de vista, nunca seremos perfectos. Esa imagen de perfección nos dice
cómo deberíamos ser a fin de reconocer que somos buenos, a fin de aceptarnos a
nosotros mismos. Pero ¿sabes qué? De todas las mentiras que nos creemos de nosotros
mismos, esta es la más grande, porque nunca seremos perfectos. Y no hay manera de
perdonarnos por no serlo.
Esa imagen de perfección cambia nuestra forma de soñar. Aprendemos a negarnos
y a rechazarnos a nosotros mismos. Según todas las creencias que tenemos, nunca
somos lo bastante buenos o lo bastante adecuados o lo bastante limpios o lo bastante
sanos. Siempre existe algo que el juez no acepta ni perdona jamás. Por esta razón
rechazamos nuestra propia humanidad; es decir, esta es la razón por la que no nos
merecemos ser felices; esta es la razón por la que buscamos a alguien que nos maltrate,
a alguien que nos castigue. Y debido a esa imagen de perfección nos sometemos a un
alto nivel de maltrato personal.
Cuando nos rechazamos a nosotros mismos y nos juzgamos, cuando nos
declaramos culpables y nos castigamos de una manera tan excesiva, tenemos la
sensación de que el amor no existe. Parece como si en este mundo sólo existiera el
castigo, el sufrimiento y el juicio. El infierno tiene muchos niveles diferentes. Algunas
personas caen muy profundamente en el infierno y otras apenas están en él, pero de
todos modos, ahí es donde se encuentran. En el infierno se dan relaciones muy
abusivas, aunque también hay otras en las que apenas existe el abuso.
Ya no eres un niño, así que si estás manteniendo una relación abusiva es porque
aceptas ese maltrato, porque crees que te lo mereces. Y aunque la cantidad de maltratos
que estás dispuesto a aceptar tiene un límite, debes saber que no hay nadie en el mundo
entero que te maltrate más que tú mismo. El límite del maltrato que tolerarás de otras
personas es exactamente el mismo al que te sometes tú. Si alguien te maltrata más de lo
que tú mismo te maltratas, te alejas, corres y te escapas de él. Ahora bien, si esa
persona te maltrata sólo un poco más de lo que tú mismo te maltratas, quizás aguantes
más tiempo. Todavía te mereces ese maltrato.
Por lo general, en las relaciones corrientes que mantenemos en el infierno se trata de pagar por una injusticia; de desquitarse. Te maltrato a ti de la manera que necesitas
que te maltraten y tú me maltratas a mí de la manera que yo necesito que me maltraten.
El equilibrio es bueno; funciona. La energía atrae un mismo tipo de energía, por
supuesto, un mismo tipo de vibración. Si una persona se te acerca y te dice: «Oh, me
maltrata tanto» y tú le preguntas: «Bueno, ¿por qué sigues ahí?» ni siquiera sabrá
contestarte por qué. La verdad es que necesita ese maltrato porque esa es su manera de
castigarse.
La vida te trae exactamente lo que necesitas. En el infierno existe una justicia
perfecta. No hay nada a lo que podamos echarle la culpa. Incluso podemos decir que
nuestro sufrimiento es un regalo. Basta con que abras los ojos y mires lo que te rodea
para limpiar el veneno, sanar tus heridas, aceptarte y salir del infierno.