Esa mañana siguió su curso sin mayor novedad, salvo que me vi obligado a bañarme en el río como la mayoría del pueblo; era eso ó acarrear agua adentro de la hacienda. A medio día para comer se sirvieron vísceras de cerdo, a pesar de estar bien hervidas en aceite conservaban ese peculiar olor al animal, por lo que me disculpé argumentando que no tenía hambre, tras lo cual salí de esas altas paredes para buscar alguna tienda en el poblado.
Ya en la plaza principal se respiraba un aire añejado, como el que sale de un baúl mucho tiempo sin abrir y no difería de esa analogía; La gente vestía a huaraches, pantalón de pana, camisas de cuadros y pañuelo al cuello, los sombreros rancheros amplios para cubrirse el sol. Las mujeres de vestido largo hasta los tobillos, cabeza cubierta y rebozo, dedicadas a la crianza de los hijos y los hombres al trabajo del campo.
Absorto por una fuerza sobrenatural mis pasos tomaron voluntad propia, para dirigirse a una humilde casa marcada con carbón en su fachada, "tienda". Sentí que no existía más camino que el que me llevara ahí, al grado que no distinguí el resto de las construcciones, ni noté la gente que pasaba cruzando mi línea de visión, una humilde construcción de adobe con tejas inclinadas hacia la calle.
Ingresé sin demora abriéndose ante mí un pequeño espacio con papas fritas en bolsa y refrescos, algunos artículos de aseo, velas y veladoras en exceso, un aroma denso a petróleo dominó mis sentidos; a mi llegada se acercó una hermosa joven de no más de veinte años, tez morena, cabello ondulado, bajita de estatura y mirada confusa, esa misma mirada que hacía mi madre cuando le mostré mis dibujos cuando niño, la conocía bien.
-¿En qué puedo ayudarle?- habló sin acercarse siquiera.
-Busco algo de comer, ¿sabes dónde venden?- respondí tras una breve evaluación a su escaso surtido de comida chatarra.
-Aquí nadie vende comida, solo nosotros tenemos algo de...papitas.
Incluso su voz se pareció a la de mi madre, me distrajo de mi decepción al no encontrar alimentos- muy bien dame...unas rojas y…un refresco de cola.
Pagué sin preguntar el precio, aunque supuse seria alto por lo difícil de llevar las cosas hasta allá. Antes de retirarme se me ocurrió saciar mi curiosidad- Oye, ¿Tu sabes algo de la maldición de este pueblo?
Su rostro se transformó en un marcado disgusto, pero no suficiente para evitar platicarme de mala manera su conocimiento- pues que nadie puede salir del pueblo, porque hace mucho juzgaron de culpable a Elba Higuera, y se aventó por la peña, en lo alto del monte Mazorca.
-Pero solo los Villa no pueden salir del poblado, ¿verdad?- pregunté incrédulo.
-Los Villa se sienten el centro del mundo, por eso dicen que solo ellos están sufriendo por la maldición- continuó con un semblante de fastidio-, nadie del pueblo puede escapar de aquí, pero solo los Villa lo intentan, por eso la maldición los hace regresar.
Interrogué escogiendo mis palabras- ¿Cómo es que los hace regresar?
-La población de mazorca no crece desde entonces- habló en voz baja, temiendo ser escuchada-, para que nazca un nuevo hijo en la familia debe morir alguien primero.
Un silencio se apoderó del momento, luego continuó- cuando los niños comienzan a hablar platican el día en que aquello ocurrió, y más delante lo olvidan...
-¡Hija!- una recia voz masculina interrumpió a sus espaldas-, vallase a ayudarle a su mamá, y no hable con los hombres, ya ve lo que andan diciendo después.
-Fue mi culpa señor, es que yo... - me interrumpió cuando ya le mostraba mi compra
-Usted no es de aquí ¿Verdad?
-No, trabajo con los Villa, preparando todo para cuando venga a instalarse la mina- un vago orgullo me hizo alzar la barbilla
-Aquí no queremos saber nada de los Villa, por ellos no salimos de jodidos- sentenció el hombre de piel tostada.
Tras dar la espalda para perderse de mi vista, la chica contaba el cambio- Aquí tiene gracias.
-Gracias a ti- me atreví a realizarle una última pregunta-, ¿Cuál es tu nombre?
-Soy Ana, Ana Higuera.
Quise aprovechar las últimas horas de sol para contemplar el imponente Monte Mazorca, en verdad que asustaba solo por su enorme presencia al extremo occidental del poblado, lo que acortaba el día solar convirtiendo al pueblo, de facto, en el Reinado de la Noche, con la luna como Real Soberana. Otro hecho terminó por perturbarme; la similitud con mis dibujos infantiles, y el misterio de porqué mi madre los había guardado en aquella cajita bajo su cama.
En ese momento, los últimos rayos de luz sucumbieron ante las penumbras nacientes del ocaso, dando lugar a una danza sin compás de infinidad de luciérnagas, el croar de las ranas se tornó cada vez más frenético a la par de la oscuridad imperante en el ambiente, la luna descargó sus haces sobre esa enorme montaña desdibujando su naturaleza inerte, sin darme cuenta, me encontraba solo en la plaza avejentada del lugar.
El murmullo de la noche se tornó insoportable, una vez que se asimiló a los gritos iracundos de una turba violenta, tan real que me contagió el miedo que debió sentir aquella inocente mujer de la familia Higuera. Las luces danzarinas se fundieron a lo lejos con la cuesta de la montaña, semejando lejanas antorchas en inclemente cacería, de un momento a otro un destello del cielo parecía darle vida a aquel gigantesco monte dispersando el resplandor que escalaba en él.
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Editado: 12.07.2020