La MaldiciÓn De Los Siete

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Comienzos desastrosos

 

Supe desde el inicio que todo iba a ser un desastre, pero no me esperaba tal tortura. 

—Todo aparato electrónico se deja aquí.

Mis padres, que funjan como "hey, yo soy la última palabra" me enviaron de castigo a un instituto que parecía más una cárcel, algunos miles de kilómetros entre una vida normal y lo que sea que pasara en ese lugar.

¿Por qué diablos dejas a un adolescente sin sus dosis de redes sociales y música?

Comprendí mi error, yo la había cagado.

Supuse que la distancia sería el castigo mayor, pero no.

Es mucho peor.

—¿Hay alguna forma de utilizarlos, al menos por un rato?

—No, jovencita Roux, en las cláusulas se especifica que no permitimos tales aparatos en su facultad.

Y eso, fueron mis esperanzas yéndose al carajo.

Dejé de mala gana mi celular y los audífonos, la idea de apartarme de mis amigos ya era dura, saber que no volvería a saber de ellos por meses completos, era una pesadilla.

Tan solo hace una semana atrás estaba en casa, comiendo el delicioso pastel de maracuyá hecho por mi abuela, con Marcus a mi lado, viendo una mala película de comedia. Ahora, después de cometer ese grandísimo error me encontraba en la recepción del enorme instituto que parecía tétricamente vacío.

Un desastre.

—... tu habitación es la número 125. ¿Entiendes?

—Ajá, sí claro, gracias.

¿Qué tenía que entender? Carajo... Me había perdido en los recuerdos.

La recepcionista expresó con su rostro algo parecido a "no me pagan lo suficiente por aguantar a estos críos".

—Sus cosas llegan al medio día, debe recogerlas aquí mismo, sea puntual.

—Ahhh, entiendo, puntual, gracias.

Después de un bufido que estoy segura acompaño con una maldición, me entrego una llave con el número de la habitación grabado, y un gato blanco a su costado. Me aleje después de agradecer, pensando en mis errores y en mi vida, en los planes que se verían destruidos y en la mirada decepcionada de mi madre.

Camine por un rato, tarareando las canciones que me vienen a la mente, hasta que escuche el sonido característico de las zapatillas sobre las canchas de basquetbol. Seguí el sonido y vi la enorme entrada del gimnasio, algunas personas estaban en un círculo en la mitad de la cancha mientras que otras practicaban tiros y recepciones en parejas.

Me fijé en las manos de una chica, había un objeto redondo, parecido a un euro pero unos centímetros más grande y con un estampado que no reconocí desde la distancia, al mismo tiempo, un balón se aproximó a mi rostro con rapidez, por suerte mis reflejos eran óptimos y logré parar la bola antes de que chocara con mi nariz.

—Oh, lo siento, ¿quieres jugar?, nos falta uno y tienes buenos reflejos. —lo que parecía ser el causante del casi golpe en mi nariz dijo eso como si nada, con una sonrisa divertida.

What?

—Mmm, claro, pero evitemos apuntar a los rostros. —sonríe de vuelta, lanzando la pelota con fuerza.

—Claro claro, error mío. —la sonrisa seguía en su rostro, hasta me pareció que se ensanchó.

Él resaltaba, melena castaña con rayos rubios, ojos marrones con matices de verde, piel blanca y contextura delgada, alto y con aquella sonrisa socarrona que lo hacía parecer un niño travieso, atractivo.  

Una chica con el cabello verde se acercó, arrebatándole la pelota al castaño.

—En ese caso, estamos completos, juguemos.

Asentimos y caminamos hacia el grupo que parecía debatir oposiciones políticas, porque movían los brazos mientras alegaban.

—¡Los Haie siempre empiezan, no es justo, hacen trampa! —vociferó una rubia bajita, enojada.

—¿Acaso no aceptas que seamos mejores, Kätzchen?

—¡No me digas "gatito", imbécil!

Mientras los dos chicos se mataban con la mirada un robusto pelirrojo se puso en el centro, señalando la moneda que antes había visto.

—¡Chicos basta!, dejaremos las cosas al destino.

Tiró la moneda y justo cuando la quería agarrar una mano pequeña y regordeta la tomó en el aire.

—Ustedes. —la chica que había visto sosteniendo la moneda minutos atrás ahora la mostraba.

Y wow.

Un gato blanco estaba grabado en el centro, el fondo era negro y la palabra Katzen en un aguamarina resaltado, todo en aquella pintura encajaba elegantemente.

El castaño silbo contento, al parecer ese era mi equipo.

Katzen, los gatos.

El partido comenzó con el sonido de un silbato, el balón iba y venía de las manos de los jugadores, hasta que en una jugada llegó a mi, emocionada me prepare para el tiro.

Sin embargo, unos brazos interrumpieron mi campo de visión, me encontré cara a cara con la capitana del equipo contrario, compartimos estatura por lo que no logró intimidarme y lance el balón.

Anoté

Los vitoreas del equipo me sacaron de mi ensoñación, el deporte es de mis actividades favoritas, competir solo mejoraba el asunto. La capitana me miró de mala gana, la ignoré, no queriendo iniciar una discusión y seguimos con el partido.

Ganamos por unos cuantos puntos de más. El capitán que resulto ser el chico pelirrojo me notificó que las convocatorias serian en unas cuantas semanas, con una sonrisa le agradecí.

Mire el reloj que se encontraba en la pared del gimnasio, 5 minutos para el medio día.

Suspire satisfecha, me daría una ducha y me cambiaría, aunque primero debía recoger mis pertenencias y orar para que las elecciones de ropa de mis padres no me hicieran parecer una monja. 

[🍁]

María José era conocida por su excelencia académica y ser la hija de la coordinadora en el instituto le daba cierto prestigio entre los estudiantes. 

Aunque su vida social era prácticamente inexistente, las personas que se acercaban siempre querían algo a cambio, con el tiempo se convenció que la amistad no existía, y se prometió no confiar en nadie. Ofrecía su ayuda y participaba en cada grupo que la necesitara, sonriendo sin importar las risas a sus espaldas o las burlas silenciosas. 




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