La memoria indeleble

Capítulo 15. Sanabria

Sanabria se apartó de las sombras y cruzó la habitación hasta donde me encontraba. Esta vez llevaba una cazadora oscura que le mimetizaba con la penumbra reinante en el cuarto. Al acercarse pude ver sus facciones y me sorprendieron sus numerosas cicatrices, parecía que hubiera metido la cara en una batidora.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —Le pregunté.
—Ayudarte. No tienes ni idea del peligro que te rodea, chaval. Estás jugando con algo que escapa por completo a tu entendimiento.
—¿Y por qué quiere ayudarme?
—Mira, entre tú y yo, me daría coraje que te sucediese algo. Creo que eres un buen chico y que todo esto te supera. Además, hay gente alrededor de ti que no es lo que dice ser.
—Gallardo, por ejemplo —dije.
—Gallardo es un grandísimo hijoputa, pero tiene un código y si te ciñes a él, puede incluso ser llevadero. No, me refiero a esos que dicen llamarse tus amigos y que en realidad te manejan a su antojo.
—Ellos solo quieren ayudarme.
—Ellos solo buscan tu dinero. ¿De verdad confías en ese putón de la Durán? ¿O en la honestidad de ese que tú consideras tu mentor, el tal Julián Manzanares? ¿Es posible que no sepas de que pasta está hecho tu jefe, Anibal Castro?
No podía creer lo que estaba escuchando. Según Sanabria, todas las personas en quien confiaba solo pretendían aprovecharse de mí.
—Nada de lo que me está contando es cierto. Usted trabaja para Braulio Gallardo y él chantajeaba a mi padre. Él es el único en el que no debo confiar.
—Veo que te han comido el coco de lo lindo.
—No quiero seguir escuchándole —dije, muy enfadado —. Por favor, váyase de una vez.
—Mira, chavalín —dijo a la vez que me cogía de las solapas de la camisa —. En esta vida se puede ser idiota, pero nunca se puede estar ciego. No quieres creerme, ¡Allá tú! Pero acéptame un consejo. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Descubrirás que nada es como te lo han contado. Esos tres amiguitos tuyos fueron los que denunciaron a tu padre y lo hicieron por envidia y por avaricia.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Porque Gallardo me lo contó. Me contó muchas cosas, como lo que sucedió el día que tu padre desapareció. Él estaba allí y si me apuras, yo también estaba aunque no me enteré de lo que ocurrió hasta tiempo después.
—¿Y que se supone que sucedió? —Pregunté cada vez más confundido.
—Mira, aquel día fuimos a buscar a tu padre a su casa tal y como él había pactado con Gallardo. Tenía miedo de que le sucediera algo y le propuso un plan. Esa es la verdad. Una vez en comisaría, mi compañero y yo, que no teníamos idea de nada, asistimos al interrogatorio de tu padre y vimos a un Gallardo encolerizado que se ensañaba con aquel pobre hombre. Las ostias iban y venían y más tarde, cuando me lo explicó, me dijo que todo formaba parte del plan que habían acordado. Cuando lo sacáramos de comisaría con un destino incierto, tenía que verse a tu padre dolorido y magullado y créeme si te digo que la paliza que le propinamos fue dura de verdad. Una vez fuera de la comisaría, metimos a tu padre en un coche y tomamos dirección hacia el Pardo. Cerca de un bosque, Gallardo hizo detener el automóvil y nos indicó que sacásemos a nuestra víctima de él. Le arrastramos un centenar de metros a través de un sendero lleno de matojos y luego nos hizo detenernos. Recuerdo que hacía mucho frió y yo tan solo deseaba regresar al coche y a su calefacción. Sabía lo que iba a ocurrir allí porque no era la primera vez que lo hacíamos ni tampoco fue la última.
—¿Le mataron allí?
—Eso pensé yo. Gallardo nos hizo volver al automóvil y se quedó a solas con tu padre. Cinco minutos después sonó un disparo y pensé que todo había terminado. Gallardo regresó con nosotros y no dijo una sola palabra. Tiempo después me contó lo que realmente había sucedido. Gallardo disparó al aire y vio a tu padre alejarse entre la niebla que cubría el bosque como una mortaja. Nunca más volvió a saber de él, hasta hace un año. Rodrigo regresó al conocer la muerte de tu madre y se puso de nuevo en contacto con su amigo, el ahora, director de la policía. ¿De qué hablaron en esta ocasión? Eso no lo sé. No soy una persona curiosa y quizás por eso sigo vivo.
—¿Usted tiene la certeza de que mi padre sigue vivo?
—Mucho más que eso. Hace un par de noches le vi.
—¿Entonces no fue usted el que entró en mi habitación?
—No, no fui yo. Yo tan solo me limité a observar. Tu padre pasó a escasos metros de mí, pero no me vio. Después sacó una llave de uno de sus bolsillos y entró en la pensión a la que tú acababas de mudarte. Estuvo dentro unos quince minutos y después se marchó. Tú apareciste media hora más tarde y fue cuando te acercaste a mí y me dijiste que no pensabas salir hasta la tarde del día siguiente. Te di las gracias por avisarme e hice como que me marchaba, pero regresé y dejé pasar un tiempo prudencial para que tú estuvieses dormido, entonces entré en la pensión y subí a tu habitación. No me fue muy difícil forzar la cerradura porque el cerrojo es una verdadera mierda y una vez dentro me di cuenta de que tu padre había estado revolviéndolo todo, ¿qué es lo que pretendía? Eso no lo sé, aunque sospecho que su intención era ponerte sobre aviso.
—Recuerdo que me despertó un ruido muy fuerte, pero yo lo achaqué a un sueño, debió de ser cerca de las tres de la tarde.
—A esa hora yo ya estaba muy lejos de allí. He de decirte que para ser un novato, escondiste muy bien el libro en aquel hueco del cuarto de baño.
—¿Lo encontró, usted?
—¡Claro, hombre! Te vi regresar con una bolsa colgada de tu hombro y nunca antes te la había visto, por lo que deduje que alguien te había entregado algo. Por el tamaño y la forma que intuí, supuse que se trataba de un libro. Después lo confirmé. No me costó mucho encontrarlo en el cuarto de baño.
—Pues yo pensé que era un sitio seguro —dije.
—No existen los sitios seguros, Diego. Tampoco comprendí por qué escondiste ese libro ahí. Es uno de los que escribió tu padre, ¿verdad?
—Sí, fue el último que escribió... Tiene valor sentimental para mí —mentí.
—Entiendo. Ahora que te he contado todo lo que sé, ¿me harás caso?
—Si lo que me está diciendo es la verdad, entonces no sé que puedo hacer.
—Debes fingir que no sabes nada y continuar como si no te hubiese dicho nada. Es de vital importancia que ellos no sospechen que sabes la verdad. De esa forma podremos atraparlos.
—¿Fingir? —dije, descorazonado —. No sé si seré capaz.
—Por la cuenta que te trae deberás serlo. Gallardo sospecha que fueron ellos los que asesinaron a tu madre, aunque por ahora desconoce el motivo. Es por eso que me ordenó que te pusiera al tanto de los hechos. Tú puedes averiguar que es lo que traman y ellos no sospecharán nada de ti. Eres la mejor baza de la que disponemos.
—No sé... —dudé.
—Si todavía no me crees puedes preguntarle a Anibal Castro una cosa, su contestación te hará ver las cosas claras.
—¿Qué es lo que debo preguntarle?
—Pregúntale por una nota anónima que recibió hace apenas un año, justo cuando tu madre murió. ¿Quieres saber lo que decía? Lo recuerdo perfectamente porque Gallardo me la enseñó cuando Anibal acudió a él muy asustado. Decía así:
«El corazón traiciona al alma, pero el alma permanece inalcanzable. Solo las ruinas de lo que fue, perviven después».

                                                                                •••

La visita de Carlos Sanabria me dejó con muchas más dudas de las que ya tenía. Según él, mis nuevos amigos formaban parte de un oscuro complot cuyas intenciones nos eran desconocidas. Yo jamás habría dudado de ellos y me maldije por ser tan crédulo.
Ahora flotaba en un mar de ideas contradictorias sin saber muy bien quién mentía y quién decía la verdad.
Pero una cosa era clara. Trataría de averiguarlo por mi cuenta.
Al despertar aquella mañana de domingo, tomé la decisión de no demostrar a don Anibal que sospechaba de él. Había quedado con Beatriz, a quien consideraba del todo inocente, para ir al parque del Retiro y eso era lo que pensaba hacer.
Me presenté en su casa un poco antes de lo acordado y don Anibal me invitó a pasar.
—Beatriz todavía no ha terminado de arreglarse —me dijo —. Son temibles cuando se acicalan para salir con un hombre.
No pude remediar sonrojarme y mi patrón lo advirtió.
—Creo que le gustas, Diego. Es algo que no pasa desapercibido para un padre y también creo que ella te gusta a ti, ¿me equivoco?
No supe que contestar y mi silencio confirmó sus sospechas.
—No te preocupes, Diego. Es algo natural. Beatriz es ya una mujer y pronto será mayor de edad y tú eres un joven muy apuesto. En eso has salido a tu padre. Se traía de calle a todas las chicas del barrio cuando tenía tu edad. Hasta que conoció a tu madre y ya ninguna le interesó.
—No puedo imaginármelos juntos —dije.
—Hacían una buena pareja. Yo creo que estaban hechos el uno para el otro. Incluso sus gustos eran muy semejantes. ¿Sabes que tu madre también escribía?
—No —dije —. Nunca la vi escribir.
—Cuando tu padre desapareció ella dejó de hacerlo. Decía que sin Rodrigo carecía de fuerzas incluso para vivir. De no ser por ti, Diego, creo que hubiera cometido una locura.
Le escuchaba hablar de mi madre y una ira ciega me recorría el cuerpo. Si hubiera tenido la certeza de que tuvo algo que ver en la muerte de ella, no habría podido contenerme. En ese momento decidí poner en juego lo que Sanabria me había comentado.
—Hablando de escribir, usted también recibió una carta de mi padre al morir mi madre, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo has sabido? —Me preguntó y noté cierta alarma en su tono de voz.
—Me lo comentó doña Estrella. Me dijo que cada uno de ustedes recibió una carta anónima, sin remite y sin que el autor se identificase —era una mentira, pero él no tenía por que saberlo —. ¿Qué decía esa carta?
—No lo recuerdo muy bien —se excusó —. Era un anónimo y no le di mucha verosimilitud.
—¿Pero llegó a pensar que podía haber estado escrita por mi padre?
—Era su estilo, eso si que lo recuerdo y... Debería tenerla guardada por alguna parte, creo.
—¿No se deshizo de ella? —Le pregunté.
—No. Pensé que si se trataba de algún chiflado e intentaba algo, serviría de prueba ante la policía, pero nunca se repitió y no recibí ninguna otra carta.
—¿Y no recuerda lo que decía? Me gustaría saber lo que ponía —dije, aparentando tan solo curiosidad.
—Creo que hablaba de traición, en realidad era tan solo una frase, como la que recibió Estrella.
—¿Traición? ¿Qué se supone que quiso decir?
—Eso es algo que nunca llegué a comprender, Diego. Me pareció escrita por un loco y no le di mayor importancia.
En ese momento Beatriz llegó junto a nosotros.
—Hola Diego —me dijo —, has sido puntual.
—Sí, estoy ansioso por ir a pasear. Hace años que no voy al Retiro. Recuerdo que la última vez que fui aún llevaba pantalones cortos.
—Debías de estar gracioso de niño —se rió, Beatriz.
—La verdad es que no. Era flaco, siempre despeinado y todo el mundo me decía que parecía triste. No, no era nada atractivo.
—Pasadlo bien, Beatriz —dijo, don Anibal —, y tú, Diego, cuida de mi niña.
—Lo haré —prometí y era algo que pensaba cumplir con devoción.

                                                                              •••

La Rosaleda estaba de gala aquella mañana de finales de mayo. Las rosas rivalizaban unas con otras desplegando sus mejores colores, pero ninguna de ellas podía asemejarse a mi acompañante. Beatriz llevaba puesto un fino vestido veraniego de color blanco, adornado con una constelación de diminutas florecillas de color lila. Llevaba el cabello suelto y parecía mucho más claro que de costumbre al brillar con la luz del sol. Me fijé en sus ojos verdes y descubrí una miriada de pequeñísimas pecas en torno a ellos y cubriendo su nariz ligeramente respingona. Era de una belleza cautivadora y daba la sensación de ser inalcanzable, como una diosa que hubiese descendido del cielo para destrozar los corazones de aquellos mortales con quienes se encontrase. El mío el primero.
Beatriz se acercó hasta un pequeño estanque lleno de nenúfares y se sentó junto a la orilla.
—Siempre me han gustado estas flores —dijo —. En Asia se las llama lotos y son sagradas.
Me senté a su lado y contemplé las flores de un rosa intenso y cuyo corazón era un sol en miniatura, al fondo del estanque había una cuya radiante blancura hería la vista.
—Quería preguntarte algo, Diego —dijo, Beatriz.
—¿Qué es?
—¿Qué piensas hacer cuando encuentres a tu padre?
—Aún no lo sé, es más, ni siquiera sé si él querrá encontrarme.
—Yo estoy segura de que sí lo hará.
—Es algo muy extraño, Beatriz —dije —. A veces siento la necesidad de conocerle al fin y de saber lo que se siente al tener un padre, pero otras veces me siento terriblemente asustado y solo quisiera esconderme en algún sitio muy oscuro y nunca más salir de ahí...
—Cuando murió mi madre creía verla en mi cuarto todas las noches y apenas podía dormir del miedo que sentía. Era algo incomprensible porque sabía que ella siempre me había querido y que no debía temer nada, pero tan solo era una niña. Al hacerme mayor dejé de verla y lamenté el no haberle dicho lo mucho que la quería... Diego, no desaproveches la oportunidad que el destino te ha regalado. Tu padre está vivo y eso es lo único que importa.
—Gracias, Beatriz, eso es lo que necesitaba escuchar.
—Yo también necesito escuchar algo de ti, Diego. ¿Quisiera saber si sientes por mí lo mismo que yo siento por ti? 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.