Residencia La Hacienda
Tras varios días y, cansada de dar vueltas en la cama sin parar de pensar en Carol, esa mañana le cuenta a Juan cómo fue el día que se marchó la niña.
- Ese día, mi marido abrió la puerta de la casa y llamó a Carol, que jugaba en la calle, a lo que se jugaba entonces -.
- Venga entra, que tu madre está esperando y Jacinta tiene prisa, le gritó desde el quicio de la puerta -.
Jacinta era la madrina de Carol y amiga de Josefina, la persona de confianza que se haría cargo de su hija, en el caso de que les ocurriese algo en el futuro.
- Cuando entró en casa yo estaba de pie, esperando con los brazos en la cintura, en silencio. Mi marido, en cambio, no abría la boca. Me miraba desde el otro lado del comedor, por encima de la mesa cuadrada de fullola. - Todo está bien -, me decía con la mirada y asintiendo con la cabeza. Pero, no, no todo estaba bien. Jacinta estaba en la puerta, bien vestida, como siempre, emperifollada con el bolso cogido con las dos manos. Que ganas tenía esa mujer de ser madre -, recuerda Josefina - . Ella insistía en llevarse a la niña. Su marido, un ricachón dueño de una fábrica que, al parecer no podía dejarla embarazada, quería complacerla, se veía en la obligación de compensarla de cualquier otra manera. Dinero no les faltaba, y a nosotros nos hacía mucha falta -.
- ¿Y os dieron dinero por llevarse a la niña? -, le pregunta Juan algo contrariado. - ¡No!, solo nos ayudarían, les pagarían los estudios, y también se harían cargo de nuestras deudas, que entonces ya eran muchas -, le contesta muy enfadada Josefina, - solo tenía que haber sido una temporada -, suspira y coge aire para continuar.
- Nosotros teníamos unas cuantas tierras, heredadas de nuestros padres, y esto a la vez de los suyos. Siempre hemos vivido del pastoreo de cabras y ovejas. Hacíamos quesos, que luego nos comparaban en el pueblo. El resto de la leche la vendíamos a la cooperativa de la comarca, y así vivimos muchos años hasta que, debido a una enfermedad rara, empezaron a morir los animales. Primero fueron unas pocas, luego, sin saber como, cuando nos dimos cuenta a penas quedaban cabras ni para un vaso de leche. Sobrevivimos de ayudas y de lo poco que daba el campo -. Josefina hace una pausa. Adopta una actitud melancólica, sosegada, está a punto de llorar, pero no lo hace.
- De eso se aprovechó Jacinta, y por eso nos ayudaba tanto, estaba emperrada en llevarse a Carol -. Piensa para sí Josefina, pero no dice nada y continua.
- La niña volvería cuando acabara los estudios, pero con la condición que la traería cada mes al pueblo, para que la viéramos. Los primeros meses así fue, pero luego pasaban muchos meses sin venir, hasta que después fue un año, luego dos y, cuando decidimos ir a buscarla, ya no contestaron al teléfono, ni a las cartas que les escribíamos. Mi hermana Carmen estaba apunto de ir a buscarla a Madrid, pero Pablo, mi marido, murió ese verano y, desde entonces pasaron... espera, siete u ocho años, ya no recuerdo. Recibimos una carta diciendo que estaba bien y que pronto la traería conmigo. Después de dos años seguía sin saber nada de ella. Luego enfermé, y me fui a vivir con mi hermana Carmen. No lo recuerdo muy bien -, dice mirando al techo con los ojos bien abiertos. Juan la miraba con cariño, en silencio, con la habitación medio a oscuras, con la desesperación y el dolor, de ver como se le iba borrando el alma.
- Allí estaba mi niña, con su vestidito blanco por encima de la rodilla, siempre limpio, porque siempre fue muy limpia - y lo seguirá siendo -, recalca y hace una pausa. - Siempre iba arreglada, la cara limpia, el pelo bien peinado, porque se lo peinaba yo, que aunque tuvieran seis años, le gustaba ponerse guapa cuando venía Jacinta y su marido. Siempre le traía leche, chocolate, ropa y algún regalo -. continua Josefina. Aunque Juan ya ha escuchado cien veces ese mismo relato, no dice nada, y la deja que siga.
- Jacinta siempre tenía que estar con la niña en brazos cuando estaba en casa de visita. Algo buscaba ya - dice un poco enfada. Piensa, y tiene la sensación de que eso, ya lo acaba de decir hace un momento. Lo cree, pero no lo sabe.
- Con el hambre que se pasaba entonces, ella podría haber tenido diez, si hubiese podido. Porque tenían para darle de comer a todos. Así que, dejamos que se la llevara. Sí sí, como el que da una gallina -, dice en voz alta, avergonzada.
- Espabila Carol, ve con Jacinta que tiene prisa, coge tus cosas - Le chillé desde el comedor.
- Mamá, yo no me quiero ir a Madrid, yo quiero quedarme aquí - me decía Carol, poniéndose terriblemente pesada.
- Te vas a Madrid, cariño, a casa de la madrina Jacinta, solo será una temporada -, le insistía, con esa sensación viscosa que se solapa en la piel, como esa mañana de verano. Un sentimiento primario de supervivencia interno, que me obligaba a mentirle.
Unos minutos le separaba, de la que podía haber sido su vida, imperfecta, pero con amor, y la que fue en Madrid. pretérita imperfecta. Los mismos minutos que tardó Carol en entender que debía separarse de su madre. ¿Mereció la pena?, se preguntaba Josefina.
La madrina Jacinta, daba unos golpecitos con el tacón del pie derecho en el suelo, mientras que, los ochenta kilos del metro sesenta de su cuerpo se apoyaban en el otro pie. El marido de Jacinta solo miraba, expectante, como el que ve una función de teatro en primera fila. La mano de Carol era suave, caliente, pequeña, se había aferrado a la de su madre, no quería soltarla. El amor a su madre le hacía apretar aún más. Dejó caer dos dedos, luego otro más, luego el resto. Carol dejó de apretar, ya no estaba. No se dio cuenta, cuando de repente, la mano que la sujetaba era la de Jacinta, la madrina. Porque no se dio cuenta, por qué, ¿Cómo te escapas?. No le quiso dar la mano y se agarró al bolso, descolgada de la realidad, observando el mundo que dejaba. Al poco dejó de mirar. Tres horas en coche con su pequeña maleta, donde solo puso lo indispensable: un jersey, una falda, unas braguitas y, lo que más le dolió, meter el dolor que le arrastró a un bucle, a otra historia.