Capítulo 3 ¡No confías en mí!
Un día, cuando estaba a punto de salir de su habitación para asistir al encuentro habitual de cada mes, se encontró de frente con un hombre en su propio dormitorio, fue como si apareciera de repente de la nada. Un grito se escapó de sus labios por el susto. El intruso tapó su boca con presteza, para acallarla antes de que delatara su presencia.
—Soy yo, Oswald. No grites o me delatarás.
—¡¿Eres tú?!, ¿pero cómo? —no podía creerlo.
—No quiero que sigas escapando y dando explicaciones por siempre, tus nervios colapsarán si sigues así. Creo que es mejor que nos veamos aquí, en tu habitación.
¡De verdad él creía que vernos aquí sería mejor para mí estabilidad mental! Estaba a punto de enloquecer.
—Pero no es correcto —objetó aturdida.
—Lo sé y lo siento por eso, soy un cobarde que no puede dar la cara.
—¿Es por tu enfermedad? —insistió una vez más, a pesar de haber tenido tantos intentos infructuosos.
—Sí, en parte, pero es más complicado de lo que imaginas.
—¡Eres casado? —lo imaginó de pronto y se tensó.
—¡No, claro que no! —se apresuró a negar vehemente—. Cómo crees que estaría aquí contigo si tuviera una esposa, no soy tan despreciable. Jamás engañaría de ese modo infame a una jovencita tan inocente.
A veces sentía que él le hablaba como si fuera un señor muy mayor, cuando en realidad no podía ser mucho mayor que ella, 3 o 5 años más, como mucho, era la edad que podía tener por encima de la suya; analizó. No podía estar más equivocada, él ya existía mucho antes de ser creada la Tierra.
—¿Tú familia no me aceptaría?
—Mi padre jamás permitiría que tuviera una relación con una mortal.
—¡Mortal?, qué raro eres, ambos somos humanos, ¿es por cuestiones de religión o raza? —continuó indagando con creciente curiosidad.
—Algo similar —respondió escueto.
—No te entiendo, sé más claro por favor —suplicó también con la mirada.
—¡Ese es el problema!, ¡¡¡no puedo contarte nada!!! —vociferó alterado por la frustración.
—¡No confías en mí! —se sintió muy herida y el tono en que él le habló le rompió el corazón.
—¡No es eso, maldita sea! —seguía igual de alterado. «¡Demonios, qué debo hacer?», por primera vez se sentía impotente y frustrado. «¡Ya son demasiadas primeras veces, tengo que parar!»
La chica estaba a punto de llorar, su expresión de dolor provocó que sintiera un dolor en el pecho que jamás había experimentado, se sintió tan mal por ponerla en ese estado. No fue su intención. «¿Así era la forma en que se peleaban las parejas mortales?» Nunca comprendió el comportamiento humano y menos las emociones. Estaba experimentando toda una gama variada de esas cosas que siempre creyó inútiles y patéticas, llamada sentimientos y emociones. Se estaba comportando como un mortal ordinario y eso también lo enfurecía, no podía caer tan bajo, pero tampoco podía evitarlo. Haría cualquier cosa por no ver sufrir a Ariete. A esa frágil mujer mortal que tenía enfrente. Recriminándolo con esos ojazos claros y exigiendo una explicación que no podía darle.
Ese descubrimiento lo asustó, nunca nadie había sido más importante que él mismo. Para Lucifer todo giraba en su entorno, siempre se concideró el centro del universo: poderoso, inmortal, omnipotente e intocable. Al único que tenía por encima era al propio Dios, su progenitor. Él era como el Sol para la Tierra, el astro rey, el todo poderoso. Dueño de los mortales porque sus almas siempre iban hasta él en un ciclo interminable y era el único que decidía su destino. Y sin duda alguna era el único amo del lugar que los humanos llaman infierno. ¿Había alguien más poderoso qué él?
«¡Ni tú padre lo eres, tú mismo me diste ese lugar primordial. Dejaste a tu creación más preciada en mis manos!»
Tenía que ser tan fuerte e implacable como siempre, esa humana no podía someterlo. No lo permitiría por mucho que le doliera. Después de todo ella lo rechazaría sin dudar, si supiera quién era él. «Tengo que calmarme y llevar esta relación a un buen término, que nos beneficie a ambos»; decidió y regresó a la compostura habitual.
—Por favor, no imagines cosas, te amo como jamás he amado a nadie, lo reconozco, tú eres la única mujer en mi vida —confesó, era parte de su extrategia para calmarla, pero también era la pura verdad y sus palabras fueron suficientes para Ariete. Saber que él la amaba hizo que se sintiera eufórica y satisfecha. Tenerlo a su lado era suficiente, creía en él y en su amor.
Había manejado la situación con astucia. No era algo de lo que se sintiera orgulloso, no esperaba declarar sus sentimientos de esa forma poco especial y menos cuando recién acababa de descubrirlo.
—Viene tu hermana, ve y abre.
—¿Y tú qué harás? —se alarmó, sintió pánico de que su hermana viera a un hombre en su cuarto y la tomara por inmoral. La opinión que tuviera de ella era demasiado importante, porque la admiraba y la respetaba más que a nada en este mundo.
—Me esconderé bien, no te preocupes —aseguró conciso.
Tocaron a la puerta. Ariete abrió temblorosa y efectivamente se trataba de su hermana. «¿Cómo lo supo?» Quedó intrigada. Sintió temor a que fuera descubierto a pesar de que Oswald había asegurado que se ocultaría, por lo que se quedó en medio de la puerta, para evitar que Ariadna penetrara a la estancia.
—¿Te sucede algo?
—No, nada, ¿por qué preguntas? —intentó esconder su nerviosismo.
—Actúas de forma rara.
—Son ideas tuyas.
Ariadna la escrutó y la chica se inquietó, apretó sus manos y contuvo la respiración, se quedó lo más quieta que pudo aguantando con valentía el intenso escrutinio.
—Voy a salir a la ciudad y quería preguntarte si quieres acompañarme.
—No; estoy cansada, voy a recostarme un rato —se apresuró a rechazar la invitación.
—¿Te sientes mal? Estás sudando mucho, por estas fechas siempre te comportas de manera extraña.
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Editado: 15.06.2022