Entre rostros y miradas
me acecha la indiferencia.
El silencio los resguarda,
dicen verdades a medias.
Es muy tarde cuando aprendo
que no quiero conocerlas.
Se me han enredado luciérnagas en el cabello, están allí desde que terminé de recolectar las últimas perlas de rocío. El movimiento no les molesta, pareciera que sintieran pena por mí. Es bueno encontrar nuevos amigos de vez en cuando.
El maletín es liviano, pero procuro que no se balancee demasiado para que el contenido no se mezcle. Quizás no fue tan buena idea pasar la noche fuera de casa, pero últimamente me siento cómoda rodeada de naturaleza.
Al menos no recibí ninguna llamada anoche.
Me siento a descansar en la arena y saco el teléfono del bolsillo de mi suéter con cuidado, está caliente al tacto pero por suerte aún tiene batería. Respiro profundo e ignoro la sección de llamadas en la pantalla, busco por fin la única razón por la que sigo cargándolo conmigo.
Las fotos son escasas y borrosas, apenas distingo los colores pero me generan una sensación de paz que nada más puede hacerlo. Las paso una a una y sonrío ante las manchas amarillas y marrones, desde hace tiempo he dejado de intentar recordar cómo llegaron aquí y solo me limito a disfrutarlas.
Siento un cosquilleo en mi mente, como si algo dentro de ella estuviera intentando salir a flote. Pero no, las imágenes en ella son tan difusas como las de la pantalla frente a mí. Se sienten como recuerdos de otra vida, una que inventé, en la que no me sentía vacía.
Una de las luciérnagas pellizca mi oreja y me recuerda que tengo trabajo por hacer. Me pongo de pie y comienzo a caminar hasta la colina, resignada. Aunque sea aburrido, prefiero quedarme mil veces vigilando la marea que estar una hora dentro de ese invernadero.
A lo lejos la zona humana vibra, como un panal repleto de abejas llenas de vida. Daría todo por poder pasar más tiempo entre ellos, por que me prestaran atención. Cada vez que paseo por sus calles hablan de mí a mis espaldas y me miran de reojo, caminan a la acera contraria antes de toparse conmigo.
No me considero tan distinta a ellos, de hecho, creo que paso bastante desapercibida. A veces pienso que lo tenemos merecido, por aislarnos, por evitarlos a toda costa.
Al llegar al lugar percibo un murmullo que viene de adentro, las plantas que están afuera se mueven emocionadas y se estiran hasta querer tocarme. Yo agarro el maletín con más fuerza e inspiro mientras un par de enredaderas abren la puerta frente a mí.
—Buenos días Kariye —digo al verla susurrarle algo a una orquídea, ella voltea y se acerca a mí.
Las luciérnagas se remueven ansiosas, y justo antes de que Kariye termine de acercarse, huyen como si fuera un depredador. Es natural, yo también siento el aura incómoda que viene de la adivina. Pero no es su culpa ser tan extraña.
—Buenos días pequeña — Sus pecas cambian de lugar en su rostro con el ritmo de sus palabras–. ¿Cómo está la marea?
—Apacible, lo usual. ¿Y qué tal tú? –pregunto, colocando el maletín en una de las mesas y examinando las plantas que tiene regadas por doquier.
—¿Encontraste todo? —dice con su voz grave y lenta— Hablé con Amatheia, me dijo que te preocupaba tu futuro.
Hasta este momento no había notado que está justo detrás de mí.
Toma mi mano antes de que pueda reaccionar y me sobresalto, abro los ojos con sorpresa.
«Era imposible que Madre se quedara callada.»
Comienzo a respirar con dificultad e intento que ella no lo note, es como si pudiera oler la ansiedad. Cada vez que vengo a entregarle cualquiera de sus pedidos extraños es lo mismo, tengo que hacer malabares para que no me tome por sorpresa.
—Sí, ¡todo! —respondo e intento sonar más emocionada de lo que estoy— ¿Para qué necesitabas el agua de luna?
—Las plantas no ven bien en las noches oscuras, y no son buenas espías cuando eso pasa —explica sin soltarme— Entonces, ¿qué es lo que te preocupa tanto?
—Nada, nada. —digo, sin sonar muy convencida— Es la transición, pero Madre ya me dijo que es normal que haya pasado tanto tiempo.
«¿Serán iguales todas las adivinas?»
Sé que ella siempre busca cualquier excusa para convencer a los demás de leer su destino y hurgar dentro de él. He escuchado que es adicta a vivir del futuro de los otros y sé que no es mala y ayuda a la comunidad, pero me aterra que lo haga conmigo. ¿Qué ocurre si encuentra algo terrible?
—Casi nadie quiere llegar a la adultez —A pesar de que sus palabras sean normales, no puedo evitar sentir escalofríos cuando ella está cerca— Y tú ni siquiera participas en las actividades de la comunidad. ¿Por qué te preocupa tanto?
No sé qué responderle, Madre ignoró mis preocupaciones cuando se lo dije, pero Kariye trabaja mucho más de cerca con los humanos y las supersticiones que todos quieren ignorar. La ayudo a meter las últimas gotas de espuma de mar en uno de los recipientes y suspiro.
—No me siento cómoda con ellos —susurro, recordando las pocas veces en las que intenté unirme a las charlas alrededor de la fogata— Pero he escuchado cosas… ¿Por eso existen los vigilantes?
Ella enarca una ceja y su sonrisa se ensancha, las orquídeas que plagan la mesa se acercan a escuchar, yo me alejo de ellas.
—Los vigilantes se aseguran de que el orden se mantenga —Toma ambas de mis manos y siento la necesidad de huir por un segundo— ¿Qué escuchaste?
—Que los avins que no se desarrollan a tiempo se vuelven… monstruos.
—¿Monstruos?
—Fearas, eso dijeron. Probablemente es una estupidez —Me siento tonta de solo decirlo en voz alta— Fue una vez que Estela estaba hablando con Cutler y otros muchachos, se quedaron callados cuando llegué pero alcancé a escuchar.
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Editado: 14.11.2022