—Niño, tú no eres nadie. Eres tan débil al igual que como te ves—el muchacho de doce años hizo una pausa para abofetearlo. El pequeño niño de apenas siete años retrocedió sin bajar la mirada—. No puedo creer que seas mi hermano—lo miró con desprecio de pies a cabeza. Lo escupió en la cara humillándolo frente sus amigos.
—Mi madre dijo que s-si... si... —el pequeño no pudo terminar su frase porque todos estallaron de risa, burlándose de que tartamudeaba. Salió corriendo en dirección a su casa dispuesto a acurrucarse en los brazos frágiles de su madre, decirle lo sucedido y hallar en ella consuelo.
—¡Inútil! La comida está cruda —escuchó gritar a su padre seguido de un azote.
—Por favor, piedad Roberto ¡PARA! —escuchó a su madre suplicar entre sollozos.
El pequeño entró muy enfurecido, dispuesto a enfrentar a su padre.
—¡Deja a mi madre! —Gritó con todas sus fuerzas.
Su padre lo miró de reojo y se mofó. Siguió golpeando el estómago de su mujer sin piedad. Ella intentaba cubrir su estómago con sus brazos, los cuales sufrieron muchos más golpes. Estaba cegada por el dolor, y se rindió, dejo de cubrirse, dando paso a más golpes de parte de su marido.
El niño al ver esta escena sintió impotencia.
Tomó un pequeño aparato que tenía un botón al costado. Se montó en la espalda de su padre, mientras lo golpeaba con ese aparato. Cerró los ojos, y aplastó el botón justo cuando el aparato estaba en el cuello del padre. Sintió que ya no se movía. Luego de unos segundos su padre se desplomó
Sin abrir los ojos sintió en sus manos una especie de líquido pegajoso.
Al abrir los ojos vio a su padre en el piso a su al rededor un charco enorme de sangre, sus manos repletas de esta también.
Su madre estaba inconsciente en el piso. El niño se acercó y la movió para que se despierte.
—Mamá —susurró el niño—. Mamá, despierta —continúa el niño con delicadeza.
Luego de unos segundos su madre se levantó. A ella le dolía todo el cuerpo y luego de un momento se percató de la escena.
Miró a su hijo lleno de sangre, que le había salpicado por todo el cuerpo.
Y gritó, gritó horrorizada.
Su pequeña adoración, lo más dulce en esta vida había cometido una catástrofe. Una catástrofe que lo condenaría de por vida, y no, no iba a dejar que su luz, su pureza, su cálida mirada llena de amor se la arrebataran, por un suceso que nadie iba dejar a pasar como si nada. Nadie lo vería como un «accidente».
—¿Qué-qué pasó mamá? —preguntó llorando, al ver a su madre desesperada y haciendo su mayor esfuerzo para moverse con rapidez, mientras llenaba una bolsa de tela.
—Toma —le entregó la bolsa de trapo llena de comida en lata y una cobija—, huye lo más lejos que puedas. Huye. Ahí tienes todo el dinero que te puedo dar— le entregó una lata de atún llena de monedas. Lo abrazó y lo bendijo.
—Te amo, pequeño —dijo limpiando las lágrimas del niño
—Corre, corre. Yo me encargo de esto —. El niño miró a su madre, la que siempre lo cuidó incondicionalmente, la que lo defendía del maltrato de su padre.
No entendía nada.
Se acercó a su madre y le depositó un dulce beso en su mejilla.
—Te amo mamá —susurró, haciendo que su madre llore.
Ella besó su pequeña mano, y lo apresuró para que se marchara.
Ella se encargaría de todo.
Salió corriendo lo más rápido que pudo. Sostenía la bolsa de trapo como si su vida dependiera de ello.
Cuando consideró que estaba lejos de su pueblo, miró hacia atrás y solo vio el horizonte desértico.
Tenía mucha calor y sed.
Abrió la pequeña bolsa y sacó un funda con agua. La bebió toda.
Siguió caminando hasta que vio un pueblo vacío, al parecer abandonado.
No paró el paso, siguió caminando hasta que por fin llego a una parada de trenes.
Observó todo minuciosamente: habían varias personas en un tren, esperando a los últimos minutos para salir. Se sentía muy cansado, entonces se metió en un vagón, se sentó en el piso. Mucha gente lo miraba, el no entendía el porqué.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó una pequeña niña, con una dulzura en su voz. Se encontraba sentada en un asiento azul, vestía un bonito vestido amarillo con flores blancas, parecía una bata, le llegaba a las rodillas, un sombrero de paja con un lazo amarillo.
—Abril, ven —una voz desconocida llamó a la pequeña, llamada "Abril".
La niña lo miró con tristeza. Movió los labios pronunciando un lo siento y se marchó. La mujer que la llamó, agarró su mano y la miró molesta; se agachó y le susurró algo al oído, la niña solo asintió.
Él miró absorto la escena, pero sus párpados le pesaban.
Más tarde se quedó dormido.
Al sentir que se estaba moviendo el tren se levantó.
—Señor Damme, señor hemos llegado —dijo él conductor, mientras ordenaba al copiloto con la mano que le abriera la puerta trasera al señor.
—Está bien Ramon, deja de joderme aún más la vida —dijo mientras se recomponía de aquel ¿sueño? —. Por cierto... ¿Qué venía a hacer?.
El conductor lo toma con un tono de gracia. Pero luego se arrepintió de tan solo alzar la comisura derecha de su labio, al fijarse de que su jefe lo estaba penetrando con su fría y oscura mirada, acompañada con una sonrisa cínica.
—Ramón, Ramón, Ramón —dijo, haciendo un enorme esfuerzo para no perder la paciencia— ¡¿Acaso tengo cara de payaso?! —gritó tan fuerte que retumbó su voz en el lugar.
Definitivamente estaba perdiendo la paciencia.
—!!Hice una pregunta!! —volvió a gritar apretando los dientes.
—No, no, no señor —respondió el conductor agachando la cabeza.
—Muy bien —esbozó una sonrisa carente de gracia —pues ahora dime mi querido Ramón, ¿Qué vine a hacer? —preguntó con ironía mientras fingía la misma sonrisa.