—¡No!—grito, sosteniendo a Ignis con toda la fuerza que tengo mientras la invasión se despliega a nuestro alrededor. El caos ha estallado en un instante y todo lo que puedo hacer es aferrarme a mi hijo, mi pequeño tesoro, mientras el mundo a mi alrededor se convierte en un campo de batalla.
Antes de que pueda reaccionar, un grupo de soldados me agarra, separándome brutalmente de Thorian y Alara. Ignis llora desconsoladamente en mis brazos, su llanto resonando con el terror puro e instintivo de un ser que no comprende el peligro, pero lo siente en cada fibra de su cuerpo. Mi corazón late con una furia y un miedo indescriptibles, suplicando por sobrevivir, anhelando un poco de paz en medio del tormento que hemos soportado en estos últimos tiempos.
No alcanzo a ver bien a mi alrededor; la confusión y el polvo llenan el aire, cegándome. Todo es un torbellino de movimiento y ruido. Las voces gritan órdenes, los disparos resuenan como truenos, y el retumbar de la artillería pesada deja claro que nuestros invasores no son ningunos improvisados. Están bien entrenados y decididos a cumplir su misión a cualquier costo.
—¡Déjenme ir!—grito con desesperación, luchando contra ellos con toda la fuerza que puedo reunir. Pero mis esfuerzos son inútiles. Los soldados me arrastran sin piedad hacia una de las camionetas, mi resistencia solo resulta insignificante contra su poder abrumador. Me empujan dentro del vehículo, cerrando las puertas tras de mí con un estruendo final que resuena como el cierre de una prisión.
La oscuridad me envuelve cuando me vendan los ojos, un manto opresivo que amplifica mi miedo y mi desesperación. Solo puedo oír los sollozos de Ignis, su llanto angustiado que rompe mi corazón en mil pedazos y el rugido del motor que se pone en marcha, llevándonos hacia un destino incierto.
Antes de perder la visión por completo, alcanzo a ver a Thorian morder el polvo y a Alara sometida bajo la sujeción de los soldados. Mi corazón se rompe ante la imagen de ellos en peligro y la culpa me invade. Thorian y Alara salvaron mi vida innumerables veces. No puedo abandonarlos así, no puedo dejarlos a merced de estas personas despiadadas.
Ahora, en la oscuridad, solo estoy con mi hijo, Ignis, que es todo para mí. O mejor dicho, lo que más me importa en este mundo desolado. Pero no puedo dejar de pensar en Thorian y Alara. Ellos arriesgaron todo por mí, por nosotros. Debo encontrar una manera de ayudarlos, de salvarlos, como ellos hicieron por mí.
El vehículo avanza por lo que parece una eternidad, cada sacudida del camino es una agonía, un recordatorio constante de mi impotencia. Debo encontrar una manera de salir de esta pesadilla. Debo encontrar la manera de proteger a mi hijo y salvar a las personas que me mantuvieron con alimento, con calor y con un ápice de amor cuando el mundo entero parece estarse derrumbando sobre nosotros.
Metafórica y literalmente.
El viaje es una agonía interminable, el dolor y el terror se funden en mi interior, cada sacudida de la camioneta donde me llevan se siente como un latigazo. Me aferro a Ignis con todas mis fuerzas, sintiendo sus pequeños gemidos vibrar en mi pecho. Cada sonido que hace, cada movimiento de su diminuto cuerpo me mantiene consciente del mundo exterior, anclándome a la realidad a pesar de la oscuridad opresiva que nos envuelve.
La desesperación se convierte en un nudo en mi garganta, una fuerza incontrolable que amenaza con derrumbarme. No puedo soportar la idea de que nos separen. La sola posibilidad de perder a mi hijo me consume, pero trato de mantenerme fuerte por él, susurrándole palabras de consuelo que son tan para mí como para él.
Después de lo que parece una eternidad, el vehículo se detiene con un chirrido. Acto seguido las puertas se abren y siento manos rudas que me agarran, levantándome con brusquedad y sacándome de la camioneta. Mis pies apenas tocan el suelo antes de que me empujen hacia adelante. No sé bien dónde estoy; la incertidumbre es una vil tortura que se cierne sobre mí como las sombras en mi campo visual obturado.
Me llevan a algún lugar, pero cada paso es una incógnita, un misterio envuelto en la oscuridad de la venda que cubre mis ojos. El sonido de puertas abriéndose y cerrándose, el eco de pasos resonando en paredes duras, todo se mezcla en un torbellino de sensaciones que no puedo descifrar procurando pisar con firmeza para sostener a Ignis. De repente, me quitan la venda de los ojos y la luz del día me ciega momentáneamente. Parpadeo, tratando de enfocar mi visión, aclarar dónde estoy, de qué se trata esta, ¿sala? Tiene pinta de ser un salón ejecutivo o algo así. Los muebles son elegantes, las paredes adornadas con pinturas y tapices.
Y entonces lo veo.
No…puede…ser…
Nazka.
Está frente a mí, vistiendo un traje impecable. Su expresión es seria, pero hay un destello de emoción en sus ojos. No puedo creerlo. Es él. Es Nazka. Mi... prometido. El padre legítimo de Ignis.
—¿Nazka?—susurro, incrédula—. ¿Eres realmente tú?
Él asiente, dejando sus ojos fijos en los míos.
—Sí, Kelen. Soy yo.
Las lágrimas llenan mis ojos mientras las emociones entran en colisión. Siento alivio por saber que está vivo, alegría porque no se ha olvidado de mí o de su hijo, confusión porque no nos ha salvado antes, miedo de lo que pueda llegar a hacer o el motivo por el cual nos tiene aquí. Todo a la vez.
—¿Qué está pasando?—pregunto con voz temblorosa—. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué... qué sucede?
Nazka se acerca y coloca una mano reconfortante en mi hombro.
—Estás a salvo ahora, Kelen. Lo importante es que estás a salvo.
Miro a Ignis, todavía en mis brazos tan desconcertado como yo con el mundo alrededor y luego de nuevo me vuelvo a Nazka.
—¿Qué... qué está pasando, Nazka? ¿Por qué viniste a buscarme? ¿Ahora?
Nazka suspira y toma mi mano.
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Editado: 29.10.2024