En los Eclipses de Luna, siempre estaría sola y desprotegida, en esos días, hasta su amado, se volvería su peor enemigo. Bueno, lo más probable es que este fuera el último; porque no tenía más opciones, por más que se rebanaba la cabeza, no había encontrado ninguna solución. Si quería salvar a las personas que más le importaban, tenía que morir. Sin embargo, no quería hacerlo. Deseaba vivir, compartir su vida con el hombre que amaba y con su hijo: verlo crecer y sí, envejecer; porque eso también formaba parte de la vida humana.
Éstos últimos días, habían sido los peores de su vida. Ni siquiera cuando Nefilim y Owen se fueron (para ella eran dos personas diferentes en el pasado), se sintió tan ansiosa y desesperada. En aquella ocasión se deprimió y quiso morir...; pero en esta situación actual, no deseaba morir; todo lo contrario. Todo era una interminable pesadilla. Tantas cosas que habían pasado en su vida, la habían hecho madurar a los golpes. Estaba muy lejos de ser aquella jovencita, que se vestía con ropa gótica y que actuaba de forma irreflexiva y voluntariosa. Los traumas causados por la separación de sus padres, eran simples caprichos de niña malcriada comparados con esta realidad, a la que se había visto obligada a afrontar.
Había llegado el nefasto día. Caminaba de un lado a otro, maquinando una forma de salir de ese atolladero. Hasta prefería que todo hubieran sido producto de su loca imaginación. Un delirio que se podría curar yendo con un médico psiquiatra y tomando pastillas. Hacía más de una hora que Owen se había marchado, levándose consigo al niño. A estás alturas estarían en el castillo. Le preocupaba su bebé, después de todo era una madre; pero en este momento era lo que menos le preocupaba, porque su vida pendía de un hilo y no solo la de ella.
Salió al balcón, la Luna estaba en su cuspide, era tan grande y hermosa, la contempló, brillaba con ganas; horgullosa, magestuosa y solitaria. Tocó el medallón que colgaba de su cuello, el mismo que hacía juego con el que le regaló a Nefilim, el día de su cumpleaños, unas horas antes de ser abandonada. En su interior tenía una foto de ambos. Lo apretó inconscientemente, aferrándose a él, sin dejar de mirar al cielo.
—Luna, no seas tan dura con mis seres queridos, ¿porqué lo atormentas cuando estás más bella?
Por supuesto que no hubo respuesta.
Layla pensaba en su hombre y en su hijo con pesar, deseaba que no pesara sobre ellos, tan cruel maldición.
Pasó el tiempo y comenzó el eclipse.
—¿Cómo estarán, mis amores? Nuestra vida siempre es complicada. Quizás no pueda volver a verlos nunca más.
Entró, no quería seguir viendo cómo la Luna se iba poniendo roja. Era algo que le afectaba en lo más profundo. Estaba nerviosa, sus manos le sudaban y el corazón le palpitaba como loco. Recordó los ruidos de cadenas en una noche parecida y la aparición de un Nefilim gigante, hambriento y fuera de control.
—Querida Layla, estoy aquí, ¿me esperabas? —la ironía de su voz era espeluznante. Brincó por el susto, su corazón se llenó de zozobra. Hasta allí le llegó la esperanza, de que no volviera a aparecer su doppelgänger.
Se volteó en dirección de la voz maliciosa y lo que vio la desarmó por completo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su mente se bloqueó.
—¡No puede ser...!
—Sorpresa —canturreo Meka, con el mismo tono que le hablarías a un cumpleañero —. Te traje visita.
En cada brazo sostenía a una persona, ¡y eran sus amigos! A su derecha estaba Alan y a su izquierda, Emma.
—¡Déjalos ir!, ellos no tienen nada que ver con el problema que tienes conmigo —razonó.
—Es verdad —proyectó el labio inferior hacia afuera, en un gesto como si lo lamentara—, pero ellos son la prueba de lo que sucederá si no haces lo que tienes que hacer.
Su expresión cambió radicalmente: a pura maldad, y Layla se congeló. Su semblante hablaba por sí salo, sus amigos estaban en verdadero peligro. Estaba petrificada, su cuerpo no respondía.
—Vamos, nena, ¿qué esperás? Imagino que ya decidiste cómo morirás —le dijo jactanciosa, con una mirada espeluznante.
—No —logró decir, Layla.
Meka se puso muy seria y su mirada empezó a cambiar de color.
—No juegues conmigo, pequeña miserable, ¿cuál te importa más? ¿Este o este? —le mostró cada uno, por turno, estirando cada brazo a destiempo hacia ella, como si se trataran de objetos que estaba promocionando—. Creo que uno debe morir, para que te lo tomes en serio.
Tiró a Alan a un lado, como si fuera una bolsa desechable de basura.
Layla se impresionó, se contrajo imaginando el daño que pudiera recibir su amigo, quizás fuera demasiado fuerte; pero impactó contra el sofá, que amortiguó el golpe.
—Esta muñeca preciosa no se verá bien si desfiguro su rostro.
Layla cambió la vista de Alan hacia la demonio, sabía que lo era, ahora no tenía la forma de ella, sino su verdadera apariencia, y se veía muy aterradora, con sus alas negras y sus ojos rojo fuego.
—Déjala.
Meka pasó una de sus filosas uñas de demonio, a todo lo largo de la mejilla de Emma, el gesto por sí solo, era amenazante. Layla se estremeció de anticipación, se sintió miserable por ser la causante de que lastimaran a su mejor amiga de la infancia.
—No le hagas daño, por favor —suplicó desesperada.
Era insoportable la impotencia que sentía, sabía que no tenía la fuerza necesaria para luchar contra ella, en el incidente del baño de su escuela le quedó más que claro, su oponente era increíblemente fuerte y veloz, no tenía nada de humano. No tenía ninguna debilidad y ella tenía tantas, tenía todas las de perder. Eran una pantera y una gatica, por supuesto que ella era la pequeña gata: asustada, temerosa e indefensa; sacar las uñas solo le serviría para que la matarán de un solo zarpazo.
—¿Decidiate? —instó.
Layla se quedó en silencio y Meka rasgó el cuello de Emma, la sangre empezó a brotar del lugar afectado, y Layla gritó.
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Editado: 02.07.2022