El piano que se había mantenido silencioso por varias semanas sonó como nunca. Notas seductoras y alegres contoneándose frente a los sentidos de Madame Annette, coqueteando en un tango de apasionado ritmo, provocando en el rostro de la mujer un rubor que minutos antes ocultaba con apremiante deseo. Odiaba el hecho de que no pudiera guardar la compostura con el recién llegado, pero no lo suficiente como para mostrar apatía hacia él. Sus ojos brillaban encantados y movía sus pies al compás de la música, estaba cayendo ante el misterioso hombre.
No obstante, la música no sólo llegó a Madame Annette, pues también alcanzó los oídos de las chicas en los pisos superiores. Algunas pocas despiertas, mientras que la mayoría seguían adormiladas por el reciente despertar. Entre estas últimas se encontraban Ileana y Charlotte.
Ileana abrió sus ojos al percibir la primera nota tocada. Sorprendida se sentó de rodillas aún sobre el lecho y escuchó atenta los sonidos de un piano que no le eran del todo ajeno a pesar de ser el ritmo bastante diferente al que sus oídos estaban acostumbrados. Los sonidos producidos por aquel instrumento ya eran inconfundibles para la niña desde ese desastroso cumpleaños, era una armonía que la acompañó desde ese entonces, siempre a su lado alejando lo podrido que la rodeaba, entibiando lo poco que quedaba de su conciencia, manteniéndola espiritualmente viva, aunque sus ojos sin brillo se interponían entre los restos de su suave niñez.
Charlotte despertó por completo cuando Ileana luchaba por desenredar sus extremidades de las sábanas, ansiando salir corriendo tras la fuente de tan animada melodía. Los movimientos de la niña parecían tan desesperados que la mujer temió que se encontrara en otra de esas horribles pesadillas que atacaban a la niña por las noches, pero al divisar bien ese pequeño rostro de muñeca, quedó atónita por esa amplia y brillante sonrisa.
Ileana estaba eufórica con cada nota de ese piano viejo y mal tratado. Quería correr lo más rápido posible hacia él para escucharlo con claridad, y conocer a aquel que movía sus dedos sobre las teclas blancas y negras con tal diversión. Quería bailar de felicidad en ese encuentro fortuito.
En su ensimismamiento, Charlotte pudo poner atención a lo que desde fuera de la habitación se oía. Al igual que Ileana, pero con algo más atrevido en su interior, se sintió envuelta por la música. Así, ayudó a la pequeña a ponerse en pie y ambas corrieron escaleras abajo sin percatarse de las normas que le fueron expuestas a la infanta.
Al pie de la escalera del primer piso, un tumulto de chicas a medio vestir, desmaquilladas y despeinadas, miraban con hermosas sonrisas y ojos destellantes de deseo al recién llegado pianista que las llamaba con su seductora interpretación. Charlotte, sin soltar la mano de Ileana se detuvo en el tercer escalón contando desde el piso, quedando la pequeña en el cuarto escalón, ambas mirando la escena fascinadas.
En un rincón del burdel, en ese escenario que no tendría más de veinte centímetros de altura, rodeado por otros instrumentos que fueron obligados a quedar al margen con el arribo del misterioso hombre, se encontraba este mismo sentado con elegancia frente al piano de color marrón desgastado. Sus dedos saltaban sobre las teclas provocando juguetones movimientos en sus hombros, dándole un extra como efecto visual a las señoritas al otro lado del salón que soltaban chillones gritos cada que, este suceso ocurría.
Ellas veían a un hombre guapo, encantador, con talento y gracia. No estaba mal decir que en ese preciso momento todas soñaban con tenerlo sobre sus delgados cuerpos, que las poseyera con el mismo ferviente impulso con el que tocaba. Todos esos par de ojos lujuriosos parecían estar flotando sobre un aura picante e incendiario, como si bastara tan sólo un toque para que cayeran rendidas ante el éxtasis. Los pensamientos de las mujeres cuyo trabajo era dar placer, se volvían cada vez más intensos hasta el punto de volverse turbios. Ileana era la única excepción, ya que, siendo aún una niña, lo único que la música le transmitía era alegría.
La niña con las heridas en su rostro ya sanadas tenía su boca entreabierta de la emoción y sus ojos centelleantes de felicidad. Balanceaba su cuerpo al compás de la melodía provocando que tanto su salvaje cabello rojo y su vestido de cama blanco se movieran con ella.
El hombre que se había mantenido imperturbable a pesar de todas las miradas sobre él y el ambiente acalorado que se había creado, se sintió llamado por aquel vaivén delicado que destacaba por el rabillo de su ojo. Y, al levantar su rostro del piano para ver perfectamente a la niña que sonreía y bailaba, sus dedos se petrificaron provocando que el sonido del piano se detuviera de golpe. Todas la mujeres, incluyendo Madame Annette, Charlotte e Ileana, quedaron sorprendidos por el repentino silencio. El pianista que seguía sin mostrar una expresión distinta, ocultando sus emociones, no despegaba sus ojos de la angelical figura que le devolvía la mirada con curiosidad e interés.