La pieza faltante

II

 
         
    Las cortinas fueron cambiadas por unas oscurísimas color vino, cuyos arabescos bordados en hilo dorado cautivaban tanto a James. Su esposa insistió en remodelar la cabaña, crear un ambiente distinto, y él había accedido sin dejarle muchas vueltas al asunto, sin esperar ningún resultado beneficioso con esa idea, pero notó con complacencia que éstos lo hacían sentirse con una renovada energía. Sus aves habían dejado de impacientarse esa misma tarde, y Ágata pudo alimentarlas hasta que cayeron en un profundo sueño. Pasarían el resto de horas celebrando con licores espumeantes desparramándose de sus copas de cristal, recordando viejas anécdotas, acompañados por el arullo del elefante, y al caer la noche, James cayó dormido entre los brazos de Ágata.
    
    El aroma de café recién hecho lo despierta a las seis de la mañana, recordándole la pequeña celebración del día anterior con un estallido de dolor en su frente que lo tiene retorciéndose en la cama. A la jaqueca se le unieron insoportables náuseas, y cree que el mundo ha decidido girar sin parar con el único propósito de arruinarle el día. Gruñó, tratando de alcanzar sus prótesis, pero sus torpes movimientos lo hicieron rodarse del colchón y caer de bruces al suelo.
    
    Un nuevo gruñido se ve opacado por el cacareo del gallo, y la voz de trueno que creyó tener parece convertirse en maullido, incapaz de retener sus sollozos. Se siente miserable, incómodo en su propia piel, limitado por un cuerpo grotesco que le es imposible abandonar. Despacio va arrastrándose hacia su pierna de madera que por el impacto de la caída resbaló cerca a su alcance. Bota un suspiro y al estirar el muñón para apropiarse de la prótesis, queda paralizado entre el asombro y el terror, de que un brazo emerja de su herida. Está tan firmemente unido a él como la pierna que le obsequiaron la primera vez.
    
    Las lágrimas acuden a sus ojos inyectados de sangre, y se permite por esa sola ocasión llorar por el milagro que le inunda de felicidad. Exclama lleno de júbilo los más bellos poemas, dándose vuelta para mirar al techo donde los santos pintados de Ágata lo observan ciegos y sonrientes. Su dicha remueve el nido, los maderos crujen y tres cuervos jóvenes alzan vuelo. Revolotean en la habitación, despidiéndose de su antiguo anfitrión y parten por la ventana a la búsqueda de otro incauto.
    
    Ágata los ve partir desde el umbral, con una mano fuertemente aferrada al filo de la pared para sostenerse y no desfallecer ahí mismo. Apenas puede esbozar una sonrisa, oculta tras las cortinas, retomando su rol como ser invisible dentro de su propio hogar. Le ha obsequiado su propio brazo izquierdo, y aunque el dolor la tenga a poco del desmayo, se siente dichosa de poder estar en las mismas condiciones que su amado. Tiene la certeza que ahora James podrá verla y valorará sus sacrificios amándola sin reservas, tal como lo prometió el día de su boda. Ni siquiera se imagina que su infantil esperanza será desquebrajada.
    
    Al cabo de tres meses comprendió que sus esfuerzos no eran suficientes, nunca lo serían. James le resulta un rompecabezas confuso, y Ágata no sabe cómo encajar sus piezas sin salir perjudicada en el proceso. Cada vez que siente haber resuelto el enigma, el tiempo le demuestra que está más lejos de lo pensado y siente un terrible miedo a ser devorada por la desesperación. Le aterra saberse indefensa, demasiado frágil para soportar la avalancha de sentimientos encontrados que nacen en su pecho cuando su esposo deja de verla como mujer y pasa ser un adorno de salón. Extraña la dulzura de los primeros días, y por más que se aferra a ese recuerdo, el hombre que yace a su lado no parece ser el mismo.
    
    
    
    El otoño se asienta con nuevas amarguras para los esposos, entre ambos se ha abierto un abismo que no saben cómo llenar. Ágata dejó su papel de simple espectadora y encaró a James con una lista de quejas, ha revuelto y rebuscado en sus pecados más íntimos para culparle por cada una de sus desgracias, dejándole sin opción de explicarse. La comunicación parece quebrarse conforme pasan los días, y sin importar cuantos intentos haga James por mantener una conversación calmada, la sola mención de la bestia desata una furia tan atroz que lo hace callar sus penas y no volverse a apoyar en ella. Así comenzó a echar de menos a su mejor amiga y confidente.
    
    Ágata va marchitándose, se consume en su propio fuego hasta convertirse en una vieja triste y apagada que apenas puede mantenerse en pie; en cambio James rejuvenece con los días, ha mutado la piel amarillenta por una sonrosada que irradia todo el primor de su juventud. Recobró el espíritu vigoroso y rebelde, guiado por un chispazo de esperanza que ensalza su ser indomable. Del mismo modo, aprendió a lidiar con sus voraces cuervos, alimentándolos a migajas hasta volverlos mansos a punta de caricias y atenciones. Así los amó sin pedirles nada a cambio, tan puramente que cuando emprendieron vuelo una tarde, la sensación de pérdida le arrancó algunas lágrimas. Le quedaría un único cuervo que crió con especial cuidado, por ser tan pequeño y sin plumaje. Lo nombró bajo el nombre de “Esperanza”.
    
    La última semana de otoño, el viento helado sopla furioso contra la cabaña y el gran elefante ralentiza sus gigantescos pasos, aproximándose a su destino. El viaje se acerca a su final.
    
    
    
    
    El día que separaron sus caminos, James despertó con la potente voz del gallo. El más espantoso cacareo desde que se mudó, y ni eso le sorprende tanto como el hecho de que el ave abriera los ojos antes que él. El insólito suceso le provoca un escalofrío que recorre su columna vertebral y se pronuncia al descubrir unas nuevas cortinas de color negro, avisándole la llegada de un nuevo obsequio. Se le escapa un gemidito lastimero, apartando las sábanas frías de un zarpazo. Lo que más temía se exhibe frente a sus ojos azorados. Son las extremidades faltantes cocidas a su cuerpo. Está al fin completo, sin embargo, una sensación incómoda corcovea en su interior, la advertencia de peligro lo mantiene todo el tiempo alerta.
    
    Despacio se incorpora en sus nuevas piernas y retira las cortinas de la ventana. Una densa niebla parecida a azúcar glaseada engulle el mundo. No ve más que sombras confusas perdiéndose entre blanco paisaje, como almas desdichadas vagando sin rumbo fijo. James tirita, creyendo oír a lo lejos el rugir del mar llamándolo y, descarta la posibilidad ni bien concibe la idea, asociándolo a su deseo febril de regresar a casa.
    
    Había cosas más importantes en qué pensar o hacer, como encontrarse con Ágata, por lo que no demoró y bajó corriendo las escaleras rumbo a la cocina donde estaría preparándole el desayuno. Esa mañana su urgencia por hablarle rozaba lo irracional, un mal presentimiento le dolía y sabía bien que no podría tranquilizarse hasta confesarle sobre los milagros que sanaron su cuerpo, casi esperando que eso solucionara esa lejanía entre ambos. Esperaba ver el asombro en ese rostro envejecido, y que con los ojos vivarachos riera liberándose de preocupaciones, recobrando su energía. Aún adoraba el sonido ligeramente ronco de su risa que siempre lograba estremecerle, y ahora cuanta falta le hacía.
    
    Entró agitado, mirando en todas las direcciones sin éxito en su búsqueda. La estufa permanecía apagada y las ventanas cerradas, su esposa no había estado ahí desde la noche anterior.
    
    “Es él. Él la destruyó” canturreó una vocecilla desconocida.
    
    James gira sobre sus talones, volviéndose hacia dónde provino la voz. La habitación continúa vacía, sobrecogiéndole una incomodidad que amenaza con convertirse en náusea y seguidamente en vómito, al no hallar una explicación a lo que terminó considerando un invento de su imaginación a causa del estrés.
    
    “Ella lo amaba tanto que no le importó darle todo” respondió otra.
    
    Vuelve a girarse, esta vez más rápido, pero el resultado no varía. Está solo, en medio de dos voces femeninas que parecen atravesar las paredes o emerger de ellas.
    
    “¡Él sabía que le hacía daño, pero no hacía nada al respecto!” exclamó la primera voz, con cierta irritación.
    
    “Cuando ella trataba de recomponerse, él sólo la hundía apropósito”
    
    “Él es una mala persona, no puedo perdonarle”
    
    “¡Debería simplemente marcharse si es que dice quererla al menos un poco! Estando aquí sólo logrará que ella vaya destruyéndose más.”
    
    Las paredes charlaban entre ellas, indignadas.
    
    “¡Cállense! ¿¡Ustedes qué saben!? Yo…” las palabras se le atoran en la garganta, lágrimas le marcan senderos sinuosos sobre las mejillas y entre hipidos termina de decir su única verdad “Yo no quería lastimarla”
    
    “Sabemos más de lo que deberíamos, afortunadamente. La hemos visto derrumbarse por ti una y otra vez, pero tú jamás hiciste nada por ella aun sabiendo que la herías. ¿Qué clase de amor es el tuyo? Te odiamos” espetaron al unísono.
    
    El cuervo que aún habitaba en su pecho despertó con un graznido de su sueño, para picarle la herida con su larguísimo pico dentado, trozándole la carne, bebiendo la sangre tibia que escurría para él. James no supo cómo sentirse, un malestar de pronto le aquejaba violentamente, en su mente todo era confuso, quería asimilar la información y a su vez justificarse con las paredes de una habitación que jamás visitó con anterioridad. No quería ser un villano. El único villano era la bestia, sólo ella. ¿Entonces por qué le echaban la culpa?
    
    Impaciente por hallar una respuesta partió de la cocina a verificar todas las demás habitaciones en busca de Ágata. La llamó a gritos desesperados, rebuscando por toda la cabaña sin descanso. Revolvió todos cojines, vació cada cajón de los muebles y subió al tejado a visitar al gallo. No la encontró. Su esposa había desaparecido, dejándole como único consuelo unas extremidades que se mezclaron con su propia carne y no podía arrancárselas por mucho rasguñara los hilos que unían sus partes. Lo comprendió entonces, entre un mar de confusión y arrepentimientos: no había otra posible persona capaz de darle las herramientas necesarias para salir de su hoyo depresivo.
    
        
    
    Volvió apabullado tras sus pasos, sin saber qué hacer a partir de ese momento, contemplando la idea de lanzarse desde lo alto de la cabaña. Correría el riesgo de morir aplastado bajo las gigantescas pezuñas del elefante, aún así le sabía mejor que quedarse en aquel lugar que lo despreciaba.
    
    “¿Para qué me buscabas?” la voz irritada de Ágata lo detuvo a pocos pasos de la salida. Paralizado, su mano se aprieta contra el picaporte, infundiéndose valor para voltear a verla.
    
    Su esposa lo espera recostada sobre el sillón azul marino que ambos decoraron con estrellas doradas al primer mes de relación. Es la sombra de la mujer que conoció, la calidez se extinguió en ese cuerpo monstruosamente grotesco, lleno de cortes y muñones sangrantes que se ensamblan a las mismas prótesis que una vez usó. Luce como una muñeca rota, apenas cubierta por una sábana blanca que se desliza por los huesudos hombros y deja a la vista un par de pechos secos. Su imagen inspira piedad y, contrasta con unos ojos acerados, suspicaces y amenazadores.
    
    “Yo quería explicar…” la frase quedó suspendida en el ambiente cuando Ágata decidió arremeter contra él con todo el odio que abrigó cada mes a su lado.
    
    “¿¡Explicarme qué!? Sólo me utilizaste porque no querías estar solo. ¡Jamás pudiste valorarme! Y encima crees que tienes el derecho para lastimar a quienes quiero. ¡Eso no te lo permitiré! ¡Te odio! ¡Ojalá jamás te hubiese conocido”
    
    Dentro de su pecho el ave se retuerce. Las ganas de llorar le trepan constriñéndole la garganta, los labios tiemblan inutilizados y queda destrozado desde lo más profundo. Antes que pudiese batallar en soltar algún vocablo, un terrible graznido interrumpe la conversación. No es su cuervo.
    
    Los dedos madera apartan la tela delgada, mostrando su cuerpo desnudo sin pudor. En medio de sus pechos se abre un agujero del que asoma un cuervo negrísimo. El ave anidó en su carne antes que llegase el invierno, alimentándose del odio que la corroe y ha ido envejeciéndola hasta robarle toda su juventud. Un odio que maceró cuidadosamente entre silencios y lágrimas, a causa de buenas y cuantiosas razones que a lo han convertido en el enemigo.
    
    “¡Te odio!” gritó otra vez.
    
    James retrocede, pasos ciegos en reversa, tratando en lo mayor posible no tropezar en su camino a la puerta, sólo cuando la atraviese será la salvación para los dos. Esa decisión lo alienta a continuar, pero no cuenta con haberse desviado del trayecto por quedarse hipnotizado en la imagen del nido, siendo sorprendido por el repentino choque con el sofá que apenas pudo sortear. Trastabilla, girándose hacia el mueble, encontrando la nefasta imagen de su reflejo proyectado en el espejo que cuelga al lado izquierdo de la salida.
    
    Una corriente helada subió en espiral a través de su anatomía, se le revolvió el estómago y palideció. La bestia lo observaba a través del cristal, imitando sus movimientos, desde el temblor hasta el infructífero intento de arrancarse la piel; le hizo beber el néctar de sus amarguras.
    
    Él se había convertido en el monstruo.
    
    
    
    
    No prolongó su partida, sus explicaciones eran demasiado egoístas, y nunca tomadas en cuenta. Firmó su adiós con una última sonrisa antes de atravesar el pórtico, perdiéndose en la niebla que lo engulló de un solo bocado. Resbaló después por un costado del inmenso elefante que elevando la trompa despidió al huésped con una serenata de fuertes barritos.
    
    Deambularía por días, perdido en la espesa bruma, siguiendo el sonido del mar que a medida avanzaba se volvía más nítido. El camino le supo infinito y aterrador. Pululaban siluetas de otros monstruos confundiéndose entre las sombras de árboles secos; seres sollozantes que no dejaban de buscar redención. No supo en qué parte de su cansado viaje, la blancura comenzó a disiparse y, dejándose ver a lo lejos un farol encendido, acompañado del rugir de las olas.
    
    Había llegado al puerto de los amores eternos, sitio donde se encontró por primera vez con la bestia. Le esperaba apoyada en el mirador, su examante. Madeleine, convertida nuevamente en una mujer ordinaria, se volvió hacía él bajo las luces magentas y doradas que se desparramaban por los vuelos y encajes de su vestido. La expresión de completo asombro dejó ver una sonrisita tímida, tan sincera que James quiso huir ante el recuerdo de todo lo malo que le hizo, a quién se convirtió una vez en monstruo igual que él.
    
    “Te he estado buscando, sé que también anhelabas encontrarme, aunque nuestras razones sean distintas.” se detuvo, analizando sus palabras antes de proseguir “Perseguí cada elefante hasta rendirme y regresé aquí, donde sabía volverías algún día.”
    
    James dio media vuelta, su intención de marcharse se vio interrumpida, dejándole con el aire contenido al sentir la presencia cálida de Madeleine en su espalda, envolviéndolo dentro de un abrazo lo suficiente fuerte y reconfortante que abriese las cadenas de su dolor. Lágrimas humanas asaltaron los ojos ambarinos, estremecido por las sensaciones que embargaban su pecho hueco. Tantos días ahogado en el insano deseo por rebanar la cabeza del monstruo, que no podía hacerse de la idea que fuese precisamente la bestia que curase su herida más profunda.
    
    Su herida sangró y Esperanza, el cuervo, alzó vuelo. Se despidió con un potente graznido, elevándose hacia ese cielo gris que tanta repugnancia le causó en sus días de caminante. La pérdida le arrancaría unos nuevos sollozos, se sorbería los mocos y no le quedaría más que reponerse. La vida es dulce con momentos amargos, y a veces debes soltar aquello que amas, pero te hace daño, sólo así se sanan hasta las heridas más terribles. James lo había comprendido al fin, cuando sintió los primeros latidos de un corazón que creyó extinto.
    
    “Te he buscado durante meses. Fueron largos días en los que no podía dejar de aborrecerte, hasta que comprendí también haber errado en mi proceder. Sólo aceptando mis propios errores y perdonándome, pude volver a ser humana, y los cuervos que anidé abandonaron mi pecho. Y debía disculparme contigo una vez más, así sanar esa herida que permanece aún abierta. Perdóname por todo el mal que te causé”.
    
    Un corazón que abrigó tantos rencores hasta encogerse y secarse, expulsó todo el veneno macerado. Los sueños de venganza convertidos en una sustancia violeta, escurrieron del nido abandonado, y el monstruo pudo volver a ser hombre, entre gimoteos y lamentos de niño. Entre reencuentros y despedidas. En la amargura y la dulzura. Recuperó la pieza que le faltaba, su verdadero yo.
    
    “Estás perdonada”.
    
    
    
    
    James retornó a casa después que Madeleine trepase al lomo de un elefante de arena, acompañada del hombre que se convertiría en su esposo y se perdieran en la espesa bruma, con la promesa de volverse a encontrar. Su ánimo mejoró considerablemente, pero la herida jamás terminó de sanar. Allí pinchaba la culpa y el dolor sordo de un amor que no alcanzó la plenitud.
    
    Un día partió sólo con un cántaro de agua y un sombrero, persiguiendo a todos los elefantes que cruzaran de Norte a Sur el mundo. No se detuvo, aunque pasaran los años, y el frío le aporreara las piernas. Continuó hasta que le creció una larguísima barba gris, y los huesos le crujiesen al caminar. Entonces, encontró al elefante correcto.
    
    Desde el lomo del gigantesco animal, su avejentada esposa se asomaba, sujetándose de las columnas del pórtico. Brazos y piernas humanas, los ojos ardiendo con ese fuego tan único que la representaba.
    
    “¡Ágata!” clamó, lleno de júbilo. “Al fin pude encontrarte”.




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