Osmund seguía inmóvil, su cuerpo petrificado por el miedo y la incredulidad. Delante de él, Ser Alric, el hombre que había conocido durante años, su amigo y protector del castillo, se alzaba como una figura espectral, una parodia grotesca de lo que había sido en vida. El maestre parpadeó varias veces, esperando que la visión se desvaneciera, que todo fuera un delirio causado por el agotamiento, pero no. Alric estaba ahí, erguido en medio de la penumbra, sus ojos blancos fijos en el vacío, sin reconocer a nadie, ni siquiera a sí mismo.
El silencio de la habitación se rompió con un sonido extraño y desgarrador: un gruñido profundo, gutural, que surgió de la garganta de Alric, retumbando en las piedras frías de la cámara. Era un sonido inhumano, una mezcla de rabia y desesperación, como si el caballero intentara expresar un dolor que no podía comprender ni controlar. Alric giró la cabeza lentamente hacia Osmund, sus movimientos eran espasmódicos, como los de una criatura que había olvidado cómo usar su propio cuerpo.
El maestre retrocedió un paso, tropezando de nuevo con la mesa detrás de él, pero sus piernas apenas respondían. El miedo lo tenía atrapado, paralizado, y por primera vez en su vida se sintió completamente desvalido. No había conocimiento ni remedio que pudiera prepararlo para lo que tenía delante. Alric dio un paso hacia él, sus pies arrastrándose con torpeza sobre el suelo de piedra, y luego otro, hasta que el espacio entre ellos se redujo a casi nada.
—Alric… —murmuró Osmund, su voz quebrándose mientras buscaba en los ojos muertos de su amigo alguna señal de reconocimiento, alguna chispa de la persona que había sido.
Pero no había nada. Solo vacío.
Alric se abalanzó, con un movimiento brusco y descoordinado, los brazos extendidos como garras ansiosas de carne. Sus dientes rechinaron al abrirse su boca en una mueca espantosa. Osmund levantó las manos por reflejo, pero sabía que no tenía tiempo de esquivar el ataque. La figura pálida y espectral del caballero caería sobre él en cuestión de segundos. Sintió su corazón latir con violencia, y en ese instante, creyó que el final había llegado.
Sin embargo, antes de que Alric pudiera alcanzarlo, un destello metálico cruzó la habitación con un silbido agudo. Una daga voladora pasó a escasos centímetros del rostro de Osmund y se clavó con un golpe seco en la frente de Alric, justo en el centro de su cráneo. El impacto fue brutal. La cabeza de Alric se sacudió hacia atrás, y su cuerpo se tambaleó como si el golpe hubiera desconectado cualquier fuerza que lo movía.
El caballero se desplomó de rodillas, sus movimientos bruscos convertidos en un temblor incontrolable. La daga quedó incrustada profundamente, y los ojos de Alric, que antes habían estado inyectados en sangre y fijos en Osmund, ahora se volvieron hacia arriba, perdiéndose en sus propias órbitas. Su boca se abrió en un último gemido sordo, y luego, finalmente, se derrumbó hacia adelante, cayendo al suelo con un sonido pesado y sin vida.
Osmund jadeó, sus pulmones quemándole mientras intentaba comprender lo que acababa de suceder. Sus ojos se desviaron hacia la puerta, donde una figura emergía de las sombras: un joven de complexión delgada, cabello rubio y una expresión severa en su rostro juvenil. Era Ser Edric, el primo menor de Alric, apenas un hombre hecho, pero ya con la destreza y valentía de un guerrero consumado. Edric había crecido en la sombra de su primo mayor, admirándolo y siguiéndolo en cada campaña como un escudero fiel, hasta ganarse su título de caballero con sangre y coraje.
Edric bajó la mano, aún temblorosa tras lanzar la daga, y se adentró en la cámara, sus pasos resonando sobre la piedra. Su mirada pasó de Osmund al cuerpo inerte de Alric, y un dolor profundo cruzó su rostro antes de que lograra controlarlo.
—¿Qué demonios…? —empezó a decir, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
Osmund, todavía en estado de shock, apenas pudo responder. Todo lo que había presenciado desafiaba la razón y la lógica. La única certeza que tenía era que Alric, el caballero valiente que todos habían conocido, ya no existía. En su lugar, había una criatura que no pertenecía a este mundo.
Edric avanzó hasta su primo y se arrodilló junto a él. Con mano temblorosa, tiró de la empuñadura de la daga y la sacó con un chasquido húmedo. Miró el rostro de Alric, esa cara que conocía tan bien y que ahora parecía tan extraña, tan vacía. Por un momento, Edric cerró los ojos y apretó los labios, conteniendo la oleada de emociones que lo embargaba.
—Gracias —susurró Osmund, finalmente encontrando su voz, aunque apenas era un hilo.
Edric se levantó, limpiando la hoja ensangrentada en su túnica antes de guardarla de nuevo en su cinturón. Su mirada, dura y llena de preguntas, se posó en el maestre.
—¿Qué le pasó a mi primo, Osmund? —preguntó Edric con la voz ronca, el dolor mezclado con la furia y la impotencia—. Esto no es natural. Nada de esto lo es.
Osmund se pasó la mano por la cara, intentando sacudirse la sensación de irrealidad que lo embargaba. No tenía respuestas, solo temores y una creciente sensación de que lo que acababan de presenciar era solo el principio de algo mucho más oscuro. Edric tenía razón. Nada de esto era natural. Y la muerte de Alric, y su imposible retorno, eran solo el preludio de un horror que nadie estaba preparado para enfrentar.