Felipe observaba la tumba que estaba ante sus ojos con algo de melancolía, pensando en la fugacidad de la existencia y en como la muerte sin ninguna consideración podía llevarse en cualquier momento aquello que más amaban. A su lado, el hombre que se inclinaba frente a esta, lo hacía de una manera reverencial colocando con cuidado las flores que Paloma le había enviado como un presente para recordarle que no lo olvidaba a pesar de su ausencia corporal.
Tras dos meses de una difícil recuperación, José Manuel Torrealba había decidido ir a visitar a aquel viejo amigo para contarle las nuevas noticias, como si quisiese revivir de algún modo aquellas conversaciones juveniles en las que se compartían todos sus secretos. Felipe se alegraba de que su padre siguiera con vida, aunque las heridas causadas por Gerardo Marroquín habían sido graves, afortunadamente él era tan obstinado que hasta la muerte se abstuvo de llevarle la contraria a su voluntad de seguir viviendo. Ya recuperado, le pidió que le acompañara a la Rosana a visitar la tumba de Francisco Montemayor, quería ir personalmente a darle la noticia sobre el descendiente que venía en camino y que cumpliría aquel deseo juvenil de dar continuidad a la amistad que los había unido. Felipe agradecía que el embarazo de Paloma le hubiese dado fuerzas para no rendirse ante la muerte y estaba totalmente sorprendido al descubrir una faceta desconocida de su padre, quien había pasado de ser un hombre radical y exigente a uno lleno de ternura y complacencias. Sus días ahora transcurrían en compañía de su esposa organizando la casa para el nuevo integrante de la familia y atendiendo los antojos y caprichos de su nuera, para quien esta nueva etapa no era nada fácil de llevar.
-Mi viejo amigo, vengo a contarte que seremos abuelos- comenzó el general Torrealba sin disimular el quiebre nostálgico de su voz-a pesar de nuestro distanciamiento y de los obstáculos que se dieron en el camino, el destino se encaprichó en unir a nuestros hijos y tal como lo soñamos un día, ellos perpetuarán nuestra amistad y además nos darán un nieto. Han decidido que, si es una niña se llamará Paloma y si es un niño Manuel Francisco. Para tu tranquilidad, te cuento que tu hija ahora está bien, tal como lo pediste, está bajo nuestro cuidado. Aunque la muerte intentó arrastrarme entre sus fauces profundas, no pudo conmigo, sabes que siempre he sido terco. Así que tendrás que esperarme un poco más, no podía perderme el lujo de conocer nuestra descendencia, además que tengo mucho para enseñarle y ya que no estás aquí, me toca una doble tarea. Seré un buen abuelo, te lo prometo-dijo finalmente colocando su mano sobre la tumba como una garantía de su promesa.
Por su parte, Paloma ya instalada en la casa Torrealba esperaba ansiosa el regreso de Felipe y del general. Aunque no podía estar mejor atendida, sentía que iba a enloquecer. No toleraba tanta quietud, ya que estaba habituada a la acción y movimiento constante. Cada día soportaba menos esta condición, pero sabía que era necesario por su bienestar y el de su bebé. Ella extrañaba correr y cabalgar por las montañas, pero los malestares persistentes de su embarazo le exigían mantenerse alejada por un tiempo de lo que más amaba hacer, haciendo que sus cambios de ánimo fueran tan variables que pasaba continuamente de momentos de alegría a unos de ira o llanto incontrolable. Su mejor aliciente era Isabel, quien coincidía con ella en su estado, convirtiéndose en un apoyo incondicional e inesperadamente en una gran amiga. Aunque antes habían mantenido una relación distante, ahora se complementaban en muchos aspectos, al punto que Paloma se sentía más segura de expresarse en su compañía, llegando incluso a compartirse entre sí secretos íntimos que no compartirían con ninguna otra persona.
Cuando ella iba a visitarla su semblante era más tranquilo y se emocionaba al compartir todas las vivencias de su nueva experiencia imaginándose a sus hijos creciendo juntos, cabalgando en su compañía y disfrutando de todo el amor que incondicionalmente les darían. Felipe y Sebastián no escatimaban esfuerzos en atenderlas y consentirlas en todo lo que desearan, incluso en los preparativos del matrimonio que se llevaría a cabo.
Ese día tan anhelado había llegado. Isabel y Paloma estaban entusiasmadas ante la cercanía del evento en el cual unirían bajo sacramento sus vidas a la de sus amados. Lucían como dos flores delicadas y hermosas los vestidos diseñados especialmente para la ocasión. Algunas de las jinetes entrenadas por Paloma se habían esmerado en prepararlas lo mejor posible para su gran momento, ayudándoles con sus peinados y accesorios, los cuales resaltaban en conjunto con su belleza natural. El sonido intermitente de las campanas de la iglesia anunciaba que ya llegaba la hora, haciendo que todos los habitantes de la región acudieran de manera concurrida hacia el lugar, procurando asegurarse el mejor puesto para presenciar el evento.
Felipe y Sebastián no dejaban de caminar frente al altar de manera impaciente, sintiendo que la espera se hacía eterna. De pronto, en la entrada principal aparecía Isabel del brazo de su padre y detrás de ella, Paloma sostenida del general Torrealba, quien le había solicitado el privilegio de entregarla como una hija al hombre que se comprometía a cuidarla por el resto de su vida. Ella había accedido ante la petición del hombre que la había salvado y que ahora en ausencia de su padre, la cuidaba haciéndole sentir ese cariño paternal que tanto había extrañado.
El ambiente general era de felicidad y emoción ante el desfile de las dos mujeres hacia el altar, a excepción de la mirada de desprecio que Carlina Fontalvo dirigía hacia Paloma. Aunque ya estaba casada con un hombre que proveía a todas sus necesidades, su ego se sentía herido al ver como Felipe había elegido a Paloma por encima de ella, considerando que esa mujer no era merecedora de semejante trofeo. Aun así, tenía que guardarse su ira, comportándose como una mujer respetable y sabiendo que ya nada podía hacer para tener a Felipe a su lado.