La habitación de la penitenciaria era, tal como su nombre lo indicaba, un cuarto donde encerraban a los hijos o parejas de la monarca cuando hacían algún acto indebido. Normalmente solo contaba con una cama y un baño, por lo que debían arreglarse con las cosas que les proveían los sirvientes durante su encierro.
La princesa Jade no solo mandó encerrar a su esposo y sobrina sino que, además, solo les daba de comer un plato de comida por día que debían dividirlos entre los dos. Así, se asegurarían de que perdieran fuerzas y no volvieran a desafiarla.
Habían pasado tres días desde que fueron encerrados ahí. La princesa Leonor, debido al hambre, perdió por completo sus energías y no podía levantarse de la cama. El príncipe Rogelio se sentía impotente y vulnerable al ver cómo su hija se debilitaba con el correr de los días. Se preguntaba una y otra vez el porqué los encerraron a ambos, si quien cometió el delito fue él, no ella.
“Si solo me hubieran encerrado a mí, podría resistirlo. Pero… ¿hacerle esto a mi hija? ¿Por qué, Jade? ¿Buscas atormentarme? ¿Qué diría Miriam si vieras cómo la maltratas?”
La gaveta instalada debajo de la puerta se abrió, lo cual alertó al príncipe ya que significaba que tendrían comida. Vio que una mano deslizaba un plato mediano de fideos y pollo con verduras. Para una persona sería suficiente, pero no alcanzaría para dos.
La niña pareció reaccionar al olor de la comida, porque abrió los ojos y murmuró:
– ¿Es hora de comer?
El príncipe Rogelio soltó un par de lágrimas. La comida del día anterior era el doble de grande, por lo que supuso que la princesa Jade iba en serio con atormentarlo en su encierro. Tomo el plato, se sentó al borde de la cama y, tomando un cubierto, le dijo a su hija:
– Te ayudaré a comer, hija. Siéntate.
La niña así lo hizo, con un poco de dificultad por estar débil. Pero una vez que consiguió sentarse, dejó que el príncipe le diera de comer poco a poco.
Rogelio sintió que le rugía el estómago, pero lo ignoró. Para él, su hija era primero y estaba dispuesto a pasar hambre si con eso la ayudaba a mantener sus energías.
En eso estaba cuando vio que la puerta se abrió. De inmediato se levantó, pensando que podría tratarse de su esposa o de algún guardia. Pero grande fue su sorpresa al ver que se trataba del duque Tulio.
– Señor… ¿pero qué…? – comenzó a decir Rogelio, cuando Tulio lo interrumpió.
– Te lo explicaré luego. Por ahora, toma a tu hija y síganme. Los llevaré a un lugar seguro.
El príncipe Rogelio, sin cuestionarlo mucho, alzó a su hija en brazos y siguió a su amigo. El duque Tulio lo condujo por un largo pasillo oscuro, usando tan solo una linterna para iluminar el camino. Como la habitación no tenía ventanas, para el príncipe era difícil determinar la hora, por lo que se sorprendió al percatarse de que ya era de noche.
En su mente tenía mil preguntas, pero se encontraba debilitado por el hambre y con pocas energías para siquiera hablar.
Llegaron hasta el exterior del palacio, más exactamente en la parte trasera, donde había un pequeño depósito de armas y equipamientos de expediciones a larga distancia. Ahí, también había un par de sirvientes, quienes colocaron una mesa y algunas sillas para que pudieran sentarse. El príncipe Rogelio, sin soltar a su hija, se sentó en una de las sillas y, de inmediato, los sirvientes trajeron comida y agua fresca.
La princesa Leonor abrió los ojos y, con un sonido de sorpresa, preguntó:
– ¿Todo esto es para nosotros?
– Coman rápido – dijo el duque Tulio – lamento no poder traerles más, pero es lo único que pude conseguir sin que me descubran.
– ¡Es más que suficiente! – dijo el príncipe quien, olvidando por completo su etiqueta, tomó un bocado con ambas manos y lo metió en la boca.
Tanto padre e hija comieron sin tapujos. De pasar varios días compartiendo un mísero plato ahora estaban delante de un suculento banquete y nada podía detenerlos de rellenar sus estómagos con deliciosa comida.
Una vez que se saciaron, el duque le dijo al príncipe:
– He hablado con mi hermano para sacarlos de esa pieza y enviarlos de incógnito a la Nación del Sur. La princesa Jade está demente y temo que, de seguir así, acabará matando a su propia sobrina.
– ¡Oye! ¡No digas eso, excelencia! – dijo Rogelio, mientras tapaba los oídos de su hija por precaución – Bueno, admito que se pasó de la línea al golpear a mi hija y encerrarla conmigo en esa pieza, pero no creo que sea demasiado desalmada para sacrificar a su propia sangre.
– Yo no me confiaría tanto, alteza – dijo el duque Tulio, mientras tomaba su dispositivo comunicador y mandaba instrucciones a sus aliados – ya has visto que mantuvo postrado a su propio padre en su cama y, a estas alturas, hasta sospecho que fue ella quien causó la desaparición de la reina Abigail.
– ¿Y qué te hace pensar que pudo ser ella? ¿No habrá sido, acaso, la duquesa Elyasa?
El duque soltó una pequeña risa irónica, lo cual molestó al príncipe. Sin embargo, decidió no comentar al respecto dado que lo alimentó y estaba dispuesto a protegerlos a como dé lugar.
Cuando se calmó, el duque retornó a su expresión seria y continuó:
– Te lo diré directo y claro: estoy 100% seguro no solo de que mandó desaparecer a la reina sino, también, que asesinó a la princesa Miriam como un intento de impedir el nacimiento de la sucesora al trono.
El príncipe Rogelio abrió la boca de la sorpresa. Y es que él aun recordaba aquel fatídico día en que la princesa Miriam murió de parto. También recordaba que la princesa Jade lloró sobre su tumba, como un atisbo de dolor interno por la pérdida de su hermana. En esos momentos creyó genuinamente que le dolía la muerte de Miriam, por lo que una parte de él se negaba a aceptar que Jade lo haya hecho. Todavía quería creer que esas lágrimas eran reales.
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Editado: 16.02.2024