Mi destino no estaba con los hermanos, pero tampoco estaba en la universidad. Excepto por Strabons. Al día siguiente de mi conversación con Gabriel, decidí abandonar todas las materias, salvo la de Strabons. Él era el único incentivo, la única razón que me mantenía todavía en el campus, la única razón que me llevaba a visitar aquel roído edificio que parecía crujir y quejarse de la humedad y la vejez que lo atormentaban.
En efecto, la facultad de Humanidades donde se cursaba la carrera de historia, funcionaba en un edificio que tenía el aspecto de una abadía medieval, con la única diferencia de que, en vez de estar aislada y solitaria en la ladera de alguna montaña lejana, se encontraba en medio de la bulliciosa ciudad, que turbaba su paz y sacudía sus cimientos sin piedad.
En la entrada principal, había una escalinata que llevaba a un gran portón de hierro pintado de verde oscuro, (más despintado y oxidado, que pintado de verde, diría yo) a través del cual se tenía acceso a una antecámara cuyas paredes exhibían viejas placas que nunca me detuve a mirar. Atravesando dicho recinto, se llegaba a una gran puerta de vidrio con marcos de madera vieja y agrietada por la impiedad del tiempo que trae consigo su desgaste y su agonía lenta a la materia. Cruzando esa puerta, se abrían dos amplias galerías a diestra y siniestra; y al frente, una gran escalinata con parapetos trabajados en hierro. La madera de la baranda, por donde muchas manos habían pasado, estaba gastada y descolorida. Los peldaños eran de un mármol opaco y hundido por tantas pisadas. La escalera llegaba a una especie de entrepiso y se ramificaba en dos partes que comunicaban con sendas galerías en el piso superior.
La arquitectura no era muy exquisita, es más, la percibía un tanto tosca: las columnas que daban al patio imitaban pálidamente el estilo dórico, el más simple; nada de arcos, ni de medio punto, ni ojivales, ni estilo árabe.
Era un edificio austero y sobrio que no ostentaba ninguna belleza, excepto la que alguien hubiera podido encontrar en el hecho de que era un edificio que tenía más de un siglo y se conservaba bastante bien, considerando que allí funcionaba una universidad donde miles de estudiantes se paseaban sin cuidado y sin dar importancia a aquel casi monumento histórico.
—Muchas tradiciones cristianas tienen sus raíces en tradiciones paganas. Muchas de ellas en tradiciones celtas. Por ejemplo, San Miguel Arcángel es una cristianización del dios celta Lug, el Señor de la Luz, el Sujetador de Demonios—explicaba Strabons aquella mañana. Barrió la clase con la mirada hasta que hizo contacto visual conmigo. Extendió una mano, señalándome: —Miguel Cosantor.
Di un salto en mi silla ante la sorpresiva mención de mi nombre.
—Ese nombre tiene un significado muy rico— continuó, sin quitarme la mirada de encima—. El nombre Miguel está sin duda emparentado con el dios Lug, el de las muchas habilidades. San Miguel es, igual que Lug, el pesador de almas, y buscador y luchador incansable contra las fuerzas del mal. Y estimo que Cosantor viene del gaélico cosantóir que significa “protector”. Los dos nombres juntos tienen mucho sentido.
Lo miré, confundido. Sentía que debía decir algo, explicar por qué tenía ese nombre, por qué me lo habían puesto. Abrí la boca para hablar, pero la volví a cerrar. No tenía nada que decir. No sabía por qué tenía ese nombre. No sabía quién me lo había puesto ni por qué. No sabía ni siquiera de dónde venía. Con angustia en el pecho descubrí... que no sabía quién era.
Strabons volvió la mirada a la clase en general y siguió hablando de otras tradiciones celtas. Su comentario me había sacudido tanto que no pude concentrarme más por el resto de la clase. Apenas me di cuenta que la clase había terminado cuando uno de mis compañeros me rozó el brazo para abrirse paso hasta la puerta del aula. Volví a la realidad, y vi como todos juntaban sus libros y se dirigían a la puerta en una lenta marea murmurante. De pronto, vi que Strabons no se había movido del escritorio. Solo estaba parado allí, mirándome. Cuando vio que hice contacto visual con él, me hizo una seña con la mano para que me acercara al escritorio.
Me levanté y caminé hacia él como un autómata, con los sentidos entumecidos, abriéndome camino entre el mar de estudiantes que se dirigía a la puerta. Para cuando llegué al escritorio, ya casi no quedaba nadie en el aula. Strabons me miró con una sonrisa paternal.
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Editado: 24.03.2018