No sé cuánto tiempo pasó. Me pareció una eternidad hasta que me atreví a abrir los ojos. El calor había cedido un poco, y podía respirar mejor. Levanté apenas la cabeza, mirando hacia la puerta.
—No puede ser— murmuré.
Me refregué los ojos. Sacudí al cabeza para aclararla. Miré de nuevo. Lo mismo. La puerta ya no estaba allí. Había desaparecido. En su lugar, solo continuaba la pared blanca circular, como si nunca hubiese habido una abertura allí. Giré en redondo, pensando que tal vez estaba mirando en el lugar equivocado. La sala era un círculo perfecto de pared blanca. No había señal de puerta alguna por ninguna parte.
Mientras mi mente trataba de encontrar algún sentido a los que veían mis ojos, sentí un ruido muy fuerte y muy prolongado, como de un gran edificio desmoronándose, y una intensa claridad invadió la habitación. Escuché el ruido de mil vidrios rompiéndose. Instantáneamente, me tiré al suelo con las manos protegiéndome la cabeza. Los vidrios nunca cayeron... Luego, silencio, ningún movimiento, solo la luz permanecía. De pronto, una melodía suave llegó hasta mí como un dulce y dorado sueño, ejercía sobre mí una atracción irresistible. Levanté apenas la cabeza. Creí estar volviéndome loco. La puerta estaba otra vez frente a mí, abierta de par en par. Me puse de pie lentamente y me acerqué a la puerta para salir, la luz era tibia y ondulante, parecía seguir el ritmo de la música.
Afuera, no encontré el lugar por donde había venido antes de entrar en la casa de Strabons. Me sentía asustado y desorientado. Miré en derredor. Me rodeaba una inmensa pradera verde con líneas de arbustos más oscuros. Había algunas coníferas aquí y allá, y a lo lejos, se apreciaban suaves hondonadas cubiertas de un verde pardo. Más lejos aun, se veían montañas más altas de un azul grisáceo, apenas más oscuras que el propio cielo. Me volví, mirando hacia atrás. La sala con la cúpula de vitrales había desparecido por completo. Mirando en derredor, me di cuenta de que en todas direcciones, hasta donde alcanzaba la vista, no había estructura edilicia alguna.
—Esto no es real— pensé—, es solo una alucinación. Strabons puso algo en el té.
Sí, eso debía ser. Pero no. Recordé que yo no había tocado mi taza de té. El único que había tomado de aquel té había sido Strabons. Pero entonces... ¿qué había sucedido? ¿Adónde estaba?
Respiré el aire fresco profundamente, la naturaleza que me rodeaba me recordó mis horas con Walter. Una punzada de nostalgia me atravesó el corazón.
Seguí caminando un poco más, y de pronto, me detuve en seco. Otra vez aquel ruido atronador. Ahora, comenzaron a escucharse campanillas, primero eran como un murmullo desordenado, y luego comenzaron a formar una melodía simple, apenas con el pentacordio, y se repetía una y otra y otra vez. Y cada vez que sonaba, mi oído distinguía matices diferentes. Como la vez anterior, la música me atraía.
Intentando saber de dónde provenía aquella música, levanté la vista hacia el cielo... lo que vi es muy difícil de describir con palabras humanas, no eran imágenes que tuvieran algún sentido para mí, pero aquellos colores... aquellos movimientos... aquella luz... definitivamente no eran de este mundo. Eran como pequeñas estrellas, girando sobre sí mismas, moviéndose de un lado a otro, entrelazándose, jugando en una danza cósmica jamás vista, siguiendo la música con extrema gracia y naturalidad, como si ellas mismas produjeran la música al moverse. No sé cuánto tiempo estuve allí hipnotizado, sin poder quitar la vista de aquella maravilla. De pronto, las estrellas se esfumaron, dejando lugar a unos destellos violeta que tomaban mil formas, divagaban, corrían, cambiando de tonalidades, formando siempre combinaciones que me parecían perfectas. Y luego, como en una especie de broche de oro final, los destellos se apartaron, dejando un lugar en el centro donde se formó un perfecto círculo dorado.
—El Círculo, es el Círculo— me repetí, y me di cuenta con sorpresa, que no había pronunciado palabras sino música, una música muy parecida a la de las estrellas y los destellos. Volví a pronunciar algunas palabras en voz alta y escuché diferentes melodías que salían de mi boca; cada pequeña frase musical parecía corresponder a una idea encerrada en mis palabras. Repitiendo y repitiendo, me di cuenta de que la música era como un idioma. Quedé completamente anonadado ante el descubrimiento: la música era un idioma claro y fresco. Intenté entonces descifrar la música que emanaba de aquellas apariciones fantásticas, pero ya todo había desaparecido, ni estrellas ni destellos, todo se había ido, dejando el cielo claro como al principio. Entonces, se me ocurrió tratar de recordar las melodías emitidas por aquellas extrañas formas, y con el recuerdo, intentar descifrar lo que probablemente me habían querido transmitir... No lo logré. Recordaba las melodías, pero sus notas no significaban nada para mí, es más, intenté producirlas para ver si cantándolas yo mismo, tomaban significado... Pero no pude.
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Editado: 24.03.2018