—Dana, debes comunicarte otra vez con Cairea, decirle que el que ella cree que es Ifraín es en realidad Ailill. Es imperativo que Ailill no se entere de que se está comunicando contigo. Si Ailill se entera... no quiero pensar en la clase de tortura que le infligirá para sacarle información o para obligarla a traicionarnos— expliqué con urgencia. Dana asintió y fue otra vez a sentarse, alejada del fuego, para tener más tranquilidad y concentrarse en el canal.
—También habría que avisar a Nuada de todo esto— intervino Calpar. Dana asintió mientras acomodaba las piernas, y tomaba el libro y la pluma de manos de Anhidra.
Los demás nos quedamos sentados alrededor del fuego. Nadie tenía ánimos para conversar sobre nada. Verles buscó unos platos y sirvió el pescado. Anhidra se acercó y compartió unas frutas conmigo, de las que había recogido el día anterior. Nadie tenía muchas ganas de comer.
—Lo que todavía no entiendo— dije—, es por qué Ailill está con quinientos soldados kildarianos.
—Debe estar obligándolos de alguna manera— dijo Calpar.
—¿Pero cómo? ¿Controla sus mentes?— quise saber.
—No exactamente—suspiró Calpar—. Ailill es un maestro de la tortura. Debe estar forzando a los soldados a que le obedezcan.
—¿Pero cómo puede torturar a quinientas personas a la vez?
—¿Usando a los fomores para el trabajo?— aventuró Verles.
—No— respondió Calpar. Miró en derredor al suelo y cogió un guijarro que estaba junto a la bota de Althem. Lo levantó, sosteniéndolo con dos dedos frente a nuestros ojos—. Ailill puede doblar la materia hasta quebrarla. Ailill puede tomar esta pequeña piedra y doblarla sobre sí misma hasta quebrarla.
Anhidra se acercó al fuego, interesada.
—No me parece muy impresionante— murmuró Althem.
—No lo era al principio— explicó el Caballero Negro—. En el comienzo, solo podía doblar y quebrar cosas pequeñas, y tenía que tomarlas entre sus manos para hacerlo. Además, su habilidad solo actuaba sobre objetos inanimados.
—Suena como un buen truco de feria— comentó Verles.
—Truco de feria que se convirtió en la más horrenda habilidad para la tortura. Al pactar con Wonur, Ailill amplió su habilidad de forma tal que comenzó a doblar y quebrar toda suerte de cosas: grandes o pequeñas, inertes o vivas. Y ya no necesitaba tocarlas, podía hacerlo con la mente, siempre y cuando el objeto a doblar estuviera dentro de su campo visual.
—Es así como logró quebrar las alas de las mitríades...— musité.
—Así es— confirmó Calpar.
—¿Pero qué hay de los soldados?— preguntó Verles.
—Imagina que alguien pueda quebrar cualquier hueso de tu cuerpo con solo mirarte, torcer tus músculos en ángulos imposibles, retorcer tus nervios hasta que el dolor te deje inconsciente— dijo Calpar con vehemencia.
Verles tragó saliva sin contestar.
—Pero son soldados entrenados, deberían poder resistir— protestó Althem.
—Nadie puede resistir el dolor causado por Ailill— murmuró Anhidra con los ojos llorosos.
—Entonces deberían haberse quitado la vida antes de dejar que Ailill los manipulara así— respondió Althem.
—¿Crees que no lo harían si pudieran?— intervine enojado. Los demás se mantuvieron en silencio, las miradas clavadas en el fuego—. No creo que Ailill les permita la misericordia de la muerte. Si tuvieran la más mínima posibilidad de matarse, lo harían sin dudar. Yo mismo rogué por la liberación de la muerte cuando estuve en manos de Murna...— la voz se me quebró y no pude seguir. Los demás se revolvieron incómodos en silencio. Anhidra se acercó a mí y me puso una mano en el hombro para confortarme.
—Lo siento— se disculpó Althem—, no pensé lo que decía.
Yo solo me puse de pie y me alejé del fuego. Nadie me detuvo. Me fui a caminar por el monte. Necesitaba estar solo. Bajé la barranca y caminé junto al río, arrojando guijarros en el torrente vertiginoso y desordenado de la unión de las dos masas de agua.
Todo había parecido tan simple en el Concilio: el ordenamiento de los ejércitos, las tácticas, la falta de coordinación del enemigo... había sido tan tonto como para pensar que nuestra victoria estaba asegurada. Había sido tan ingenuo que pensé que por el solo hecho de estar del lado de la Luz, debíamos triunfar. Había arrastrado a todos los demás a creer que podíamos ganar, a tener esperanza. Me había convencido de que yo realmente era el Señor de la Luz, el que los liberaría de las tinieblas de Wonur. Estúpido de mí, solo estaba llevándolos a la muerte, o tal vez peor, a la agonía de una vida bajo tortura sin posibilidad de la liberación de la muerte. Me corrió un escalofrío por la espalda ante aquellos pensamientos, ante lo que Ailill les estaba haciendo a los soldados kildarianos, ante la lenta agonía mortal que estaba sufriendo Cariea. Estaba tan abrumado que hasta olvidé el asunto del mensaje en la celda de Marga y el comportamiento distante de Dana. Me senté en una roca a la vera del río y lloré amargamente.
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Editado: 24.03.2018