Observé la tarjeta plástica por enésima vez y volví a guardarla en mi bolsillo. Esperaba que Faberland fuera fiel a su palabra y me devolviera mi espada contra la presentación de aquella tarjeta, cuando saliéramos de la ciudad. Pensé que si Nuada se enteraba de que había entregado aquella espada por la posibilidad de hablar con Orfelec, estaría más que disgustado. ¡Qué digo disgustado! ¡Me querría despellejar vivo! Bueno, tendría que formar fila después de los miembros de la Compañía, que seguramente también estarían deseosos de destriparme, si no les devolvían sus armas.
Habíamos seguido al guía por unas veredas verdes que nos llevaron entre distintas fuentes con aguas de colores que danzaban relajantes al compás de una música suave. La visión de aquellas hermosas construcciones artísticas pareció calmar un poco los ánimos de mis compañeros que marchaban intranquilos al sentirse desnudos y desprotegidos sin sus armas. La que más disfrutaba y sonreía maravillada ante las aguas danzantes era Anhidra, quién volaba y jugueteaba entre los chorros de agua coloreada. Pensé que el guía iba a amonestarla por su comportamiento, pero en vez de eso, solo la miraba extasiado, con una sonrisa en los labios.
Pronto llegamos a una especie de estación, por donde pasaba una de esas cintas transportadoras. El guía nos indicó que debíamos sostenernos de la baranda para no perder el equilibrio con el movimiento de la cinta. Nos ayudó a subir de a uno y por último, cuando hubo comprobado que todos estábamos a bordo, subió él. Miré hacia atrás: la Compañía, honorable y llena de orgullo en el Concilio, no era más que un grupo de harapientos atrasados y malolientes en aquella ciudad, que se sostenían aterrorizados de la baranda para no caer.
Enormes edificios con ventanales semi-transparentes se alzaban por doquier, y muchas cintas transportadoras llevaban transeúntes en diferentes niveles que viajaban apacibles sin prestar atención al grupo casi medieval que se subía a uno de sus maravillosos medios de transporte con tosquedad.
Mientras conteníamos las náuseas y nos aferrábamos a la baranda como si de ello dependiera nuestra vida, el guía iba y venía comprobando que estuviéramos bien sujetos y parados con las piernas apenas flexionadas para prepararnos para el cambio de velocidad y nivel. Cuando estuvo satisfecho de que todos viajábamos como era debido, se acercó a mí y se paró a mi lado. Eché una mirada hacia abajo. La cinta había remontado hasta una altura de unos cientos de metros. El vértigo me provocó un mareo que me aflojó las piernas. Apreté la baranda con tal fuerza que me pareció que iba a hundir el metal con las uñas. El guía me sostuvo de la cintura hasta que me repuse.
—Es mejor que no mire hacia abajo— me aconsejó.
Asentí con la cabeza:
—Gracias.
—¿Quién es usted que los príncipes y las reinas siguen sus órdenes?— me preguntó intrigado.
—Soy Lug. Soy el Elegido.
—¿Elegido para qué?
—Para acabar con la tiranía de los Antiguos.
—Los Antiguos son los que trajeron a mi gente aquí contra su voluntad.
—Lo sé.
—Muchos murieron hundidos en el terror y la agonía, hasta que pudieron construir la Cúpula. Los Antiguos nos usaron para sus propios fines. Aún hoy estamos atados a sus caprichos.
—Lo lamento.
—¿Realmente puede acabar con ellos?
—Eso espero.
—Mi nombre es Pol, lamento haber sido descortés allá abajo.
—Mucho gusto Pol— le respondí—. Te estrecharía la mano, pero no creo que sea prudente que me suelte de la baranda.
Un gran cartel rezaba "Zona 6" frente a nosotros. El guía nos anunció que cambiaríamos de cinta y que nos preparáramos.
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Editado: 24.03.2018