El buen Kelor caminaba lo más suavemente posible, pero cada paso era una puñalada que retorcía de dolor las entrañas de Cariea que iba montada sobre su lomo. Yo lo llevaba de la brida, caminando adelante del animal, eligiendo los senderos más parejos. Cada tanto, echaba una mirada hacia atrás para comprobar el estado de la mitríade. Sus ojos húmedos y su expresión sombría hablaban del dolor que trataba de reprimir.
Los soldados marchaban más animados, ahora que habíamos dejado atrás el campo de la muerte. Íbamos bordeando el arroyo hacia el oeste, lo cual nos era ventajoso, ya que disponíamos de agua y alimento. Además, había numerosos arbustos de moras silvestres que constituyeron un excelente almuerzo para mí.
—Lo que todavía no entiendo bien— dijo Cariea de pronto desde la montura—, es por qué llegasteis a rescatarnos solo. ¿Qué pasó con el resto de la Compañía?
Era una pregunta ociosa, solo para conversar de algo. Pero Cariea había tocado justo el tema del que yo no quería hablar.
—Es una larga historia— dije, evasivo.
—Tengo tiempo. Y realmente me vendría bien la distracción— contestó ella.
Suspiré. No podía negarle una distracción del dolor.
—Cuando supimos que habías caído en manos de Ailill, decidimos ir a rescatarte. Pero sabíamos que sería muy difícil vencer a Ailill por nuestros propios medios, así que decidimos ir a pedir ayuda a Faberland.
—¿Por qué Faberland?
—Más por una cuestión de proximidad que otra cosa. En fin, resultó ser que Faberland no podía o no quería ayudarnos, así que decidimos partir, pero antes de que pudiéramos...
—Lug...— me cortó ella de pronto.
—¿Cariea?
Sus ojos estaban vidriosos y respiraba con dificultad.
—¡Cariea! ¿Qué sucede?
Detuve el caballo y me acerqué a ella. Ella abría la boca y movía los labios pero no había sonido.
—Cariea, ¿qué pasa? ¿qué sientes?
La mitríade pudo enfocar la vista por un momento en mis ojos.
—Es Dana— murmuró—. Está abriendo un canal para comunicarse.
—¿Qué hago? ¡Dime qué debo hacer!— le pregunté con urgencia.
—Bajadme al suelo. Debo contestar antes de que el canal se cierre.
La tomé por la pequeña cintura y la bajé de Kelor, depositándola suavemente sobre el césped, a la orilla del arroyo. Ella cruzó las piernas y cerró los ojos, apoyando sus manos con los dedos entrelazados sobre su regazo. Abrió los ojos un momento:
—He establecido contacto. ¿Queréis enviarle algún mensaje?
—Sí —dije casi sin pensar—, dile que...
Me detuve antes de que la frase entera saliera de mis labios, porque la frase automática que se había formado en mi mente era: dile que la amo. Había sido casi un reflejo. Aún cuando ella me había mentido, aún cuando ella me había manipulado, no podía dejar de pensar en ella, no podía sacarla de mi mente... no podía sacarla de mi corazón. La extrañaba tanto... Cómo hubiera querido no haber escuchado nunca aquella conversación. Seguir engañado hubiera sido menos doloroso que la verdad, pero por cuánto tiempo... La verdad estaba ahí, innegable, pugnando por salir a la luz, y lo haría tarde o temprano. La verdad era la que traía en sus alas a la libertad, pero la verdad era creadora de conflicto, creadora de dolor. Hubiera deseado poder olvidarla, poder ignorarla, incluso poder odiarla, pero no podía hacer ninguna de esas cosas. Aquella mujer había cautivado todo mi ser, me había dado una felicidad profunda que nunca había soñado que pudiera existir. Deseaba perdonarle el engaño, perdonarle todo... ¿Pero de qué serviría perdonarle todo si ella igualmente no me amaba? ¿Si no podía siquiera soportar mi presencia? Nunca podría volver con ella.
Sentí una lágrima que corrió por mi mejilla. Los ojos de Cariea me miraban pacientes, esperando.
—Dile que estamos bien— dije, haciendo un esfuerzo para que no se me quebrara la voz—. Cuéntale lo que pasó con Ailill. Dile que estamos marchando hacia el oeste al sur de Estia con cuatrocientos cincuenta soldados kildarianos. Dile que vamos en busca de Zenir... Y... pregúntale... pregúntale cómo están ellos y adónde están en este momento.
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Editado: 24.03.2018