La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

QUINTA PARTE: El Hijo - CAPÍTULO 128

Pero la muerte no llegó, nunca llegó.

            Seguí asido a aquella madera por horas, sin siquiera atreverme a abrir los ojos. Luego debí desmayarme, porque no recuerdo nada más hasta que desperté en una playa soleada... ¿Tír na n Og?

            Me quedé tendido boca arriba un rato, tratando de asimilar lo que había sucedido. Mi cerebro volvió mil veces al momento del ataque. Imaginé mil formas en las que hubiera podido prevenir aquella masacre, mil cosas que debí y no debí hacer. Pero todo estaba hecho y no se podía volver atrás...

            Me levanté lentamente y sacudí la arena de mi ropa. La capa estaba casi seca, pero el pantalón, la camisa y la túnica estaban empapados y se sentían fríos contra mi piel. Me quité las botas, volcando el agua que se les había acumulado adentro, y caminé por la playa, descalzo. Si yo me había salvado, tal vez otros también lo habían conseguido. Esa idea me impulsó a recorrer la costa, escrutando cada pequeño vestigio de lo que hubiera podido ser del Victoria, pero nada encontré. ¿Habrían muerto todos?

            Dolido, angustiado, traté de sobreponerme. Me recordé el propósito real de mi visita a aquel maldito lugar: salvar a Dana. Volví a ponerme las botas y caminé hacia el interior de la isla. Era un día espléndido, aunque mi alma estaba triste por la desgracia. Una vegetación exuberante se derramaba por todas partes. Era verdad lo que decían de aquel lugar, estaba lleno de vida, una vida demasiado duradera, que resultaba casi una vida artificial: ni una hoja seca en el suelo, ni un tronco caído. Tír na n Og era la cuna del esplendor. Suaves colinas ondulantes, tapizadas con distintos tonos de verde de los magníficos árboles que las cubrían, se desplegaban hacia el este. Hacia el norte, había montañas de rocas rojizas, por donde bajaban cursos vertiginosos de agua, formando ríos y lagos a sus pies. Más hacia mi izquierda, pude ver una formación abrupta por la que caía una cascada de brumosa belleza. El sol cruzaba la espuma, formando un gran arco iris. ¿Cómo podía alguien detectar que detrás de tanta belleza, había negros propósitos? ¿Que todo era un dulce señuelo para seducir a los incautos?

Habré andado una media hora, cuando escuché aquel sonido: una ramita que se quebró. Sin duda alguien andaba cerca... ¿siguiéndome? Me puse en guardia, desenvainé mi espada y caminé cautelosamente. Me palpé el bolsillo del pantalón, y me quedé más tranquilo al sentir que la Perla estaba aún allí. Dos pasos, tres, me detuve. Ruido de hojas al moverse a mis espaldas. Esperé diez segundos y me di vuelta rápidamente, cayendo sobre mi perseguidor. Aplasté mi espada de plano contra su cuello, mientras lo mantenía inmovilizado bajo el peso de mi cuerpo. El sujeto gruñó casi sin poder respirar y al fin articuló con dificultad:

            —No me mate, soy yo.

            Por primera vez, lo miré con detenimiento y lo solté al instante. La furia me había cegado y no me daba cuenta que casi estaba estrangulando a Grammor.

            —Perdona— dije—, pensé que eras uno de ellos.

            —Está bien— tosió él, al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo—. Yo pensé lo mismo de usted. Pensaba sorprenderlo, pero usted me ganó de mano.

            Asentí y lo ayudé a incorporarse. Enfundé la espada y le dirigí una mirada esperanzada:

            —¿Qué ha sido de los otros?— pregunté.

            —¿Cómo puedo saberlo? Me desperté en la costa y creí que había sido el único en sobrevivir.

            —Lo mismo me sucedió a mí, busqué restos en la costa, pero no había nada.

            —Yo tampoco encontré nada— dijo Grammor—. Creo que somos los únicos sobrevivientes.

            —Esto es mi culpa, debí detectar que aquello no era una isla, debí saberlo...

            —Nos engañó a todos— trató de confortarme Grammor.



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En el texto hay: mundos paralelos, fantasiaepica

Editado: 24.03.2018

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