Marta se dio vuelta al escuchar la puerta de la cocina que se abría. Dejó los platos que estaba lavando por un momento y puso los brazos en jarra, apoyando las manos a los lados de su obesa cintura. Su rostro curtido, que la hacía verse mayor que los cincuenta años que tenía, se arrugó enojado.
—¡Por el Gran Círculo, Ana! ¿Adónde te habías metido? ¿Sabes lo que puede pasarte si el Supremo sabe que te has ausentado de tu trabajo por tantas horas?
—El bebé de Fiona está enfermo, fui a llevarle unas hierbas para bajarle la fiebre— contestó Ana, dirigiéndose a un perchero en la pared para recoger su delantal.
—Si no dejas este pasatiempo, terminarás como tu madre— le advirtió Marta, preocupada.
—Curar enfermos no es un pasatiempo— protestó Ana, mientras se ataba el delantal—. Sería mi trabajo de tiempo completo si no tuviera que estar todo el día fregando el Templo y lavando la ropa de esos sacerdotes estúpidos.
—¡Ana! ¡Ana, por favor! ¡Si te escuchan...!— le rogó Marta llena de temor.
—A veces desearía que me escucharan— dijo Ana con amargura—, y que me ejecutaran de una vez. Estoy cansada de esta vida de esclavitud con ellos.
—Ana, por favor no digas esas cosas— le imploró Marta, poniéndole una mano en el hombro—. Este es un buen trabajo, Ana, y tú lo haces bien. Los sacerdotes te necesitan.
—Marta, ¿crees en verdad que los sacerdotes me retienen aquí solo para que limpie y lave?
—Pero... ese es tu trabajo...
Ana suspiró, alisando su roja cabellera, no quería hablar del tema con Marta. Ella era demasiado inocente, y de verdad creía que los sacerdotes del Templo de la Nueva Religión eran hombres santos. No tenía caso tratar de hacerle ver la verdad, manchar el buen concepto que ella tenía de aquellos perversos malditos. Marta nunca le creería.
Ana permanecía al servicio del Templo porque no tenía adonde ir. El Supremo había dejado muy claro que si ella intentaba renunciar a su trabajo con ellos, él se encargaría de buscarla y matarla personalmente. Ella sabía muy bien que no era una promesa vacía. Su madre, una eximia Sanadora que solo buscaba el bien de la comunidad de Cryma, había muerto en la horca por desafiarlos. Todas las personas de Cryma, jóvenes, ancianos y niños a quién ella había ayudado por años, personas que le debían la vida, todos habían mirado en silencio cómo la llevaban al árbol y la colgaban del cuello hasta que muriera. Nadie levantó un dedo para ayudarla, nadie dijo una sola palabra mientras ella colgaba del árbol. Los sacerdotes obligaron a Ana a mirar todo el proceso y dejaron muy claro que su destino sería similar si no seguía sus órdenes. Eso había sido hacía cinco años, ella había tenido solo quince.
Muchas veces, había contemplado la idea de escapar del Templo y de Cryma, pero sabía que los sacerdotes saldrían a buscarla y la cazarían como a un animal. No podía confiar en nadie del pueblo, todos eran unos malditos cobardes que no la ayudarían, o peor, ignorantes que la delatarían sin dudarlo, pensando que le hacían un bien a su alma entregándola a los sacerdotes.
Ana se puso a ayudar a Marta a terminar de secar los platos.
—Estuviste afuera muchas horas— dijo Marta a su lado—. La casa de Fiona no queda tan lejos.
Ana apoyó el plato que estaba secando sobre la mesa, evaluando por un momento si contarle a Marta o no adónde había estado. Finalmente, decidió decirle. Aunque Marta creía firmemente en las torcidas enseñanzas de los sacerdotes, nunca había delatado sus escapadas. Además, tal vez Marta supiera algo.
—Fui al cementerio, a ver la tumba de mi madre— dijo Ana.
—¡Ana! ¡De verdad estás buscando que te maten!
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Editado: 12.10.2019