Lug vio algo que le llamó la atención al costado del sendero y se agachó a recogerlo.
—¿Qué es?— preguntó Ana desde atrás.
Llevaban ya tres días viajando hacia el norte. Lug calculaba que llegarían al pie de las sierras en un día más. Luego, tenía la idea de marchar hacia el este para buscar un paso conveniente para cruzar.
—Una flor, una flor rara— respondió Lug.
Lug la arrancó y giró el tallo entre sus dedos, viéndola rotar, embelesado. Aquella pequeña flor amarilla le traía gratos recuerdos. Recuerdos de correr por el campo de la mano de su amada, libres, sin conflictos, sin la carga de las responsabilidades que los agobiaban. Recordó a Dana con una corona hecha con aquellas flores, sonriendo feliz. Sonrió, emocionado ante aquellos recuerdos.
Ana se acercó, curiosa. Enseguida se dio cuenta de que aquella flor representaba algo especial para Lug, que era importante. Lug tenía la mirada llena de añoranza mientras miraba aquella pequeña flor amarilla.
—Se llaman lireis, son el símbolo del fuego y del sol— explicó Lug al ver a Ana espiando sobre su hombro.
Ana pensó que en verdad la pequeña flor parecía un sol con su centro circular amarillo y los suaves pétalos que salían como rayos de sol rodeando el centro.
Colib resopló cansado y aprovechó el momento para sacarse la mochila de la espalda y sentarse un momento en el suelo, apoyando la espalda contra un árbol, mientras los otros dos hablaban de flores. El tabernero no era un hombre acostumbrado a andar caminando tanto y se cansaba con facilidad. Feliz de tener una excusa para parar un momento, se desenganchó el odre del cuello y lo destapó, tomando un sorbo de agua.
—¿Por qué es tan importante esa flor?— preguntó Ana.
—¿Qué?— preguntó Lug, saliendo de su ensimismamiento.
—Hemos visto decenas de flores diferentes en este sendero, pero solo ésa le ha llamado la atención.
—Por nada, es que... me recuerda a alguien especial, alguien a quién quise mucho.
Ana asintió. Las flores favoritas de su madre habían sido las jarandas, ella también sentía algo especial cada vez que veía una planta de jarandas florecida en el bosque.
—¿Puedo verla?— pidió ella.
Lug se la dio. Ella la giró lentamente entre los dedos, observándola con atención.
—Tiene un pétalo roto— dijo.
A continuación, Ana apoyó su dedo pulgar sobre el pétalo dañado, acariciándolo suavemente, mientras cerraba los ojos, concentrada.
—Ya está— dijo de pronto, retirando el dedo y devolviendo la flor a Lug.
Lug observó azorado cómo el pétalo aparecía ahora completamente restituido.
—¿Cómo...?
—Un pequeño truco que me enseñó mi madre— sonrió ella.
Lug la miró fijo a los ojos por un largo momento. Aquello no era un “pequeño truco”, Ana tenía una habilidad. Lug recordó cómo Ana le había dicho que su madre era una Sanadora de verdad, cómo era capaz de cerrar las heridas. En aquel momento, su cabeza había estado tan llena de otras preocupaciones que no había prestado verdadera atención a lo que aquello significaba: las personas con habilidad en el Círculo eran todos descendientes de Antiguos.
—Restauraste el tejido— le dijo Lug acusadoramente.
Ella se encogió de hombros.
—Solo puedo hacerlo con tejidos vegetales, son más simples.
Lug la agarró de los hombros y la miró seriamente a los ojos.
—Ana, ¿quién es tu padre?
Ana se soltó de sus manos y apartó la vista avergonzada.
—No lo sé— respondió, mirando al piso.
—Ana, esto es importante, ¿quién es tu padre?
Ana apretó los labios furiosa y se dio media vuelta, alejándose por el sendero. Lug la alcanzó y la tomó de un hombro por detrás, girándola para obligarla a darle la cara.
—Ana, tienes que decírmelo— le ordenó él, severo.
—¡Es un hombre malo! ¿Satisfecho?— gritó ella—. Un hombre despreciable, un asesino. Mi madre se pasó la vida escondida, huyendo, para evitar que él nos encontrara y nos matara.
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Editado: 12.10.2019