La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 49

            Ifraín se apresuró a llenar otra vez el vaso de Tarma con cerveza kildariana antes de que el sirviente pudiera atinar a tomar la jarra. Ella asintió las gracias y bebió con delectación, mientras Ifraín la observaba embelesado. Tenía ante sí a una combinación entre mujer de gráciles curvas, mirada alerta e inteligente, y guerrero de fiereza implacable, con piernas y brazos fortalecidos por la disciplina de su profesión y de su raza. Esa combinación solo podía darse en una mujer de los Tuatha de Danann. Aquella mujer tan diferente de las frágiles y asustadizas mujeres kildarianas, despertaba en Ifraín una fascinación que no lograba ocultar.

            Si bien los extranjeros disgustaban a Ifraín, su contacto con los Tuatha de Danann en el pasado había hecho que su aversión por otros pueblos del Círculo, a los que consideraba en su mayoría inferiores, se fuera disolviendo y fuera reemplazada poco a poco por una cierta admiración. Sus soldados y él mismo habían luchado codo a codo con los Tuatha de Danann en la guerra de los Antiguos. Sus eximios arqueros, vestidos con sus extraños tartanes a cuadros, habían protegido a los kildarianos durante la batalla y habían asegurado victorias con mínimo derramamiento de sangre de la infantería y la caballería kildarianas. Además, en la convivencia con los feroces y nobles Tuatha de Danann, los kildarianos habían forjado numerosas amistades.

            Tarma cortó otro trozo de carne y se lo llevó a la boca. Después del exabrupto causado por su explosiva entrada en el salón del trono, Calpar, que gracias al Círculo la había reconocido bajo todo el polvo y el cansancio de su rostro, había intervenido, explicando su identidad a Neryok, quien ordenó a los guardias que la soltaran de inmediato. Neryok e Ifraín se disculparon por el trato dado a una oficial de alto rango de los Tuatha de Danann y enseguida le ofrecieron un baño y ropas limpias. Pero Tarma estaba demasiado ansiosa por hablar con Calpar y Neryok, y decidió dejar la tentadora oferta para más tarde. Sin embargo, sí aceptó unirse al rey, al príncipe, al general y al Caballero Negro en el comedor para disfrutar de una estupenda cena. Estaba famélica después de haber cabalgado por días casi sin probar bocado.

            Mientras Ifraín la observaba comer como si fuera una especie de diosa extinta vuelta a la vida y sentada a su mesa, Neryok le preguntó intrigado:

            —¿Cómo pudo pasar por todos los guardias y llegar hasta nosotros?

            Nadie podía entrar en Kildare sin la expresa autorización del monarca, y mucho menos, penetrar hasta el corazón de su castillo. Cómo una mujer sola había logrado traspasar todas las barreras de hombres armados de su inexpugnable fortaleza, estaba más allá de su comprensión.

            —Eran todos hombres— respondió Tarma, encogiéndose de hombros.

            Neryok la miró sin entender.

            —Por cierto— continuó Tarma—, los únicos guardias que lo sirven bien, Neryok, si me permite, son los que guardan las puertas del salón del trono. Los demás son unos idiotas.

            Morrigan se atragantó con el pedazo de carne que tenía en la boca y miró de soslayo a Ifraín, esperando una protesta furiosa. Pero Ifraín reaccionó del modo menos esperado por Morrigan.

            —¿Intentaron propasarse con usted?— preguntó Ifraín con un tono que mostraba que estaba dispuesto a colgarlos a todos si siquiera se habían atrevido a tocarle un cabello.

            —No— rió Tarma de buena gana—. Si se hubieran atrevido a algo así, estarían muertos por mi mano y colgados de sus genitales.

            Ifraín tragó saliva ante tan impetuosa respuesta. Sabía que aquella mujer no estaba bromeando. El príncipe se obligó a apartar la mirada de aquella extraordinaria mujer y se dedicó a cortar su carne asada que ya estaba bastante fría.

            —¿Entonces?— la animó Neryok a continuar con su explicación.

            —Ya se lo dije, son hombres, y como hombres, tienen una opinión demasiado alta sobre sí mismos. Piensan que las mujeres no son una amenaza, pues las consideran débiles, frágiles, incapaces, inferiores a ellos. Además de eso, tienen más pene que cerebro.




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