El sonido del mar fue como el canto de las aves del paraíso. Una especie de energía los invadió y avanzaron corriendo a grandes zancadas hacia el agua.
Fue como volver a la vida después de haberse arrastrado al borde de la muerte. Fue como llegar al último peldaño de la escalera que salía del infierno. Sí, fue como resucitar.
Para Frido, fue una de las experiencias más grandiosas y profundas que le pasaran en toda su existencia carnal. Nunca había sabido lo que realmente era la vida hasta ese día en que escuchó el sonido de las olas al romper en la costa. Y entonces, supo que no era tanto volver a la vida como comenzar la vida. ¡Vaya existencia vacía la que había llevado hasta aquel momento! Lo suyo había sido solo un transcurrir de días. Aquel momento en aquel viaje, más que una resurrección, había sido para él, un nacimiento.
Y el mar... ¡Oh, el mar...! Nunca había visto el mar antes. Era de un azul tan claro y hermoso que era como estar al lado del mismo cielo. Tal vez, se le ocurrió, el cielo, aunque estaba más lejos, también era de agua, y las nubes, islas cubiertas de nieve pura.
Ese día entero lo tomaron de descanso. Olvidaron su misión y solo se dedicaron a disfrutar. Nadar, pescar, danzar, cantar y reír, sobre todo reír y dejar que el corazón latiera libre... libre...
El siguiente trayecto lo hicieron rodeando la bahía hasta la península Everea, lo cual fue espléndido porque la vista del mar los acompañaba de día, y el arrullo de las olas los hacía dormir como una canción de cuna por la noche.
Dos días más y llegaron a las afueras del campamento de Nuada. Los detuvo un guardia que los había visto hacía horas con un catalejo y esperaba su llegada. Le había sorprendido ver viajeros por esa área, pero lo que más le había intrigado era por qué viajaban a pie.
Ruwald presentó al grupo, y dijo venir en nombre de Calpar, a quien también llamaban Myrddin. Aquellas fueron palabras mágicas que les ganaron instantáneamente la simpatía del guardia, quien los guió alegremente hasta el campamento. En el camino, Ruwald tuvo que explicarle, aunque reticente, qué había sucedido con sus cabalgaduras.
La península Everea era un lugar alto, aunque no tan alta como su gemela, la península de Hariak, y desde allí, el mar se veía más soberbio y majestuoso. Soplaba una brisa suave que les traía fragancias vegetales exquisitas de los cientos de coníferas, cuyas hojas susurraban en un murmullo que intentaba competir con el del mar.
Nuada se presentó ante ellos con el rostro grave y un dejo de desconfianza en la mirada. Su figura era majestuosa, sobre sus hombros colgaba un manto azul oscuro que daba la impresión de ser muy pesado, acentuando el peso de su dignidad. El padre de Dana los miró de hito en hito, tratando de reconocer a alguno de ellos, cosa que no pudo lograr, por lo que frunció el ceño y dijo:
—¿Quiénes son?
—Señor— comenzó el tabernero—, soy Frido y éste caballero es Ruwald...
—Todo eso ya me fue comunicado— lo cortó Nuada—, pero sus nombres no me dicen nada.
Frido hurgó entre sus ropas y sacó la valiosa carta que Calpar le había encomendado entregar.
—Mi misión es traerle esto de parte de Myrddin— le dio la carta Frido.
Nuada observó el lacre por un momento, y luego rompió el sello, abriendo la carta. Después de una lectura rápida, levantó la vista hacia el tabernero:
—Frido, ¿eh?— dijo en un tono un poco más amistoso.
—Sí, señor.
—Ven— hizo una seña, invitándolo a su cabaña—, tenemos que hablar.
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Editado: 12.10.2019