La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

TERCERA PARTE: El Sujetador de Demonios - CAPÍTULO 126

Calpar y Nuada dieron las últimas instrucciones a su gente y los distribuyeron por las galerías de los pisos superiores del palacio. Habían tomado el palacio de Eltsen con bastante facilidad, pero no pudieron encontrar al Guardián de Faberland por ningún lado.

—Vienen más tropas desde el oeste— anunció Dana, entrando desde un balcón.

—Prepararemos una ofensiva, no queremos quedar sitiados en este lugar— declaró Calpar.

—Buena suerte a todos, yo debo irme ya— anunció Tarma.

—Tarma, te necesitamos aquí— dijo Nuada.

Tarma negó con la cabeza.

—Solo hay una persona que puede arreglar esto: Eltsen. Debo encontrarlo.

Nuada suspiró.

—Ya oíste lo que dijo Calpar, Eltsen no está bien de la cabeza.

—Conozco a Eltsen, es fuerte, puede vencer lo que sea.

—De acuerdo— volvió a suspirar Nuada—, pero ten cuidado.

Tarma asintió y se colgó el arco encordado en un hombro mientras ajustaba el carcaj que colgaba del otro. Comprobó sus dos puñales y su espada, y cuando estuvo satisfecha con todas sus armas, hizo una reverencia a Nuada y se alejó hacia el sur.

Estaba claro que Eltsen había sido llevado en contra de su voluntad, pero Tarma no pensaba que fuera gente de Malcolm como creían todos los demás. Si hubieran sido guardias de Malcolm, Eltsen los habría seguido hasta el fin del mundo sin chistar. Malcolm y su gente eran los únicos en los que Eltsen confiaba. También estaba el asunto de la ausencia de la gente que ella había dejado para cuidar a Eltsen. No había encontrado a ninguno de los Tuatha de Danann que había dejado custodiando el palacio, y eso también le parecía extraño. Uniendo los dos hechos, Tarma se había permitido tener la esperanza de que los que se habían llevado a Eltsen eran su gente. Si era así, Eltsen estaría a salvo. ¿Pero dónde?

Si los Tuatha de Danann habían rescatado a Eltsen, lo llevarían a un lugar seguro, pues su misión primaria era protegerlo. Era obvio que no lo habrían escondido en el palacio mismo ni lo habrían llevado a la Cúpula en llamas. El único lugar que los Tuatha de Danann considerarían seguro era el bosque, pues allí estarían en su elemento, y el único bosque cercano era el que estaba a unos kilómetros al sur del palacio, donde se habían encontrado con Lug hacía diez años y lo habían confundido con Hermes. Hacia allá se encaminó Tarma con paso decidido.

 

 

Tarma se detuvo en seco, los oídos atentos, los ojos recorriendo la espesura. Alguien la estaba acechando. Muy lentamente, Tarma se sacó el arco y el carcaj, y los depositó en el suelo. Luego desenvainó su espada y observó los árboles con atención, dando un giro de trescientos sesenta grados, tratando de detectar el más mínimo movimiento inusual entre la vegetación. De entre unos arbustos, vio salir de pronto lo que le pareció era una sombra negra. Al observarlo mejor, vio que era un hombre vestido de negro. Gritaba como endemoniado mientras cargaba hacia ella con un hacha en alto. Se veía que no era un guerrero, solo uno de esos campesinos con el cerebro lavado. Como fuera, si Tarma no lo detenía, el hombre iba a matarla.

Sin inmutarse por los desaforados gritos del hombre, Tarma se mantuvo quieta en su sitio, las piernas flexionadas, la espada buscando el ángulo correcto. Cuando casi tenía al hombre encima, Tarma giró sobre sí misma para tomar impulso y asestó un golpe con su afilada espada que cortó el brazo del hombre que sostenía el hacha, desprendiéndolo de su hombro. Mientras el brazo caía con la mano aun aferrada al hacha, y la sangre salpicaba el pecho y el rostro de Tarma, el hombre miró su hombro casi sin comprender lo que había sucedido antes de desplomarse, gritando de dolor.

Mientras Tarma todavía tenía la vista en el hombre caído, escuchó otro alarido que venía de atrás. Se dio vuelta rápidamente para ver a un hombre cayendo a sus pies con una flecha clavada en la espalda. Reconoció la flecha, era una flecha de los Tuatha de Danann.

—Siempre andan de a dos— dijo Fynn, aun con el arco en la mano. Otros tres guerreros salieron de entre los árboles tras él.

Los cuatro posaron una rodilla en tierra, saludando respetuosamente a Tarma. Tarma se quedó un momento pasmada, sin saber qué decir.

—Nos alegra mucho verte, querida Tarma— dijo Fynn.

—Y a mí— dijo Tarma, cuando al fin pudo reponerse de la sorpresa. Tomó a Fynn de un brazo y lo levantó del suelo para poder abrazarlo.

Fynn abrazó a Tarma fuertemente.




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