La Profecía Rota - Libro 3 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Fugitivo - CAPÍTULO 71

Comenzaron el ascenso antes del mediodía. Los caballos iban cargados con leña y con los pertrechos, llevados de la brida por los soldados de Randall en el lento caminar, subiendo por el Paso Oeste. El frío de la montaña calaba hasta los huesos. Lug se ajustó la capucha de lana, mientras observaba a Randall ofreciendo una bufanda y guantes a Ana unos metros más adelante. Ella los aceptó con el rostro feliz. Unos pasos más adelante, Ana se tropezó con una roca y Randall la sostuvo, ayudándola a recobrar el balance. El tropiezo le dio la excusa perfecta para llevarla del brazo por el resto de la mañana. Ana parecía sumamente complacida y acercaba su cuerpo al de él para mantenerse caliente mientras caminaban.

Colib se acercó y se puso a la par de Lug.

—Parece que hay algo entre esos dos— comentó Colib al oído de Lug.

—Mmm— asintió Lug. No tenía muchos deseos de hablar.

—¿Qué le preocupa?— preguntó Colib.

Lug suspiró.

—Ana está enojada conmigo. No me ha dirigido la palabra en toda la mañana.

—Es por el incidente del desayuno. Se preocupó por usted y se molestó porque usted no quiso explicarle lo que pasó.

—Ni siquiera yo mismo estoy seguro de lo que pasó— murmuró Lug más para sí que para Colib.

—Le dije que usted se lo iba a contar cuando estuviera listo. Estoy seguro de que el enojo es temporal, ya se le va a pasar— continuó Colib, palmeando la espalda de Lug.

Lug no contestó.

En la primera parte del ascenso, las paredes de roca a los costados los protegían bastante del frío, pero al llegar más arriba, el Paso se hacía más amplio, y ya no estuvieron a salvo del viento helado. Lug comenzó a sentir que se le entumecían los dedos de las manos y de los pies. El sol que brillaba en el límpido cielo sobre sus cabezas no ayudaba demasiado a disipar el frío glacial que los invadía. Llegado el mediodía, Randall no hizo ademanes para detenerse a comer o descansar. A Lug le daba igual, no tenía apetito y sentía que si se detenía aunque más no fuera por un momento, se quedaría congelado en el lugar para siempre.

Cuando comenzó a caer la tarde, la marcha se hizo aun más penosa pues al ocultarse el sol tras los altos picos helados hacia el oeste, el frío se hizo casi insoportable. Una ventisca frígida, cargada de finos copos de nieve, apenas los dejaba entrever el camino. Lug ya casi no sentía las piernas. De pronto, vio una figura que se volvió hacia él.

—Ya estamos cerca— gritó la figura en medio de la ventisca. Era Randall.

—¿Cerca?— repitió Lug sin comprender.

Randall solo asintió con la cabeza y volvió a su lugar unos metros más adelante, abrazando a otra figura, que Lug supuso, era Ana.

Unos doscientos metros más adelante, con el antebrazo apoyado en la frente, tratando de ver el camino, Lug vio la figura de Randall que le hacía señas con el brazo hacia la derecha. Al volverse hacia donde señalaba Randall, la vio. Era la entrada a una cueva. Con un suspiro de alivio, se dio vuelta y tironeó a Colib, entrando junto con él a la cueva.

En un instante, la negra oscuridad de la caverna fue iluminada por antorchas encendidas por los soldados de Randall. Otros soldados se pusieron de inmediato a preparar varias fogatas con la leña que habían transportado en los caballos.

Lug miró en derredor. La cueva era inmensa, tanto que humanos y caballos entraban perfecta y cómodamente en el bienvenido refugio. Un par de soldados se agacharon y sacaron algo de un hueco horadado en la roca. Lug y Colib vieron que eran gruesas pieles de animales. Los soldados se acercaron a ellos y les dieron algunas de las pieles.

—Será mejor que se saquen los mantos mojados y se envuelvan con esto— les indicó uno de los soldados.

Luego los dirigieron hasta una de las fogatas ya encendidas para que se sentaran a descansar y a calentarse. Ana ya estaba allí, junto al fuego, cambiando su manto por las pieles.

—¿Qué es eso?— le preguntó Lug a Ana al ver algo que sobresalía de su vestido.

Ana lo ignoró por completo.

—Ana...— la llamó Lug.

Ella fingió no oírlo.

—Ana...— insistió él, tomándola del brazo—. Contéstame.

Ella le lanzó una mirada cargada de furia y se soltó bruscamente.

—¿Por qué tengo que contestarle cuando usted no se digna a contestarme a mí?— le lanzó enojada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.