El veintiséis de marzo una hermosa bebita de cabellos como el oro dormía tranquilamente en su cuna con dosel. Era hermosa y ni siquiera tenía dos meses de vida; con ojos color ámbar que combinaban con su cabello, una nariz perfectamente perfilada, hermosa piel clara y un ligero color en sus pellizcables mejillas.
Esmeralda la miraba como un ciego contemplando la luz por primera vez. Cada vez que la veía le resultaba imposible creer que aquella bebita que parecía emanar un brillo propio fuera su hija. Siempre estaba evitando contemplarla pues no quería encariñarse mucho con la niña sabiendo que pronto sería retirada de su cuidado.
La pequeña nena llevaba tan sólo un mes y algunos días de nacida. Había sido un parto con dificultades que ni siquiera pudo ser realizado en un hospital, sino en un pequeño departamento que había pertenecido a los padres de Esmeralda antes de morir y ahora era su hogar. Con ayuda de su amiga más cercana habían logrado traer a aquella perfecta niña al mundo y con ello acordaron guardar el secreto que ella implicaba.
Nadie podía enterarse de que Esmeralda ahora tenía una hija.
Un débil toque en la puerta del departamento hizo que Esmeralda diera un respingo y sintiera su corazón acelerarse. Rápidamente acudió al espejo del baño y trató de alisarse los cabellos antes de encontrarse con la persona que la sacaría de sus problemas.
Ella le abrió la puerta al padre de su bebita.
No pudo mirarlo a los ojos sin que un cosquilleo se hiciera presente en su estómago. El padre de su hija entró con expresión vacilante al humilde departamento y tomó asiento en el sillón más cercano a la puerta. Era increíblemente guapo, tal como ella lo recordaba de aquella lejana noche; con gruesos rizos rubios, una nariz perfectamente perfilada, piel tan clara como la porcelana y un intenso color rosa en sus mejillas. Aquellas características que tanto le habían atraído esa cálida noche en la discoteca más famosa de la ciudad eran las mismas que ahora poseía su hija.
No pudo evitar esbozar una sonrisa al darse cuenta del increíble parecido que padre e hija compartían.
— Gracias por venir —le dijo ella, para empezar—. Tu amigo me dio su teléfono esa... noche. Tengo un problema, lo sabes, tienes que ayudarme.
Los ojos del hombre denotaron cierta tristeza.
— Ella no es un problema… —murmuró con tono apagado. Esmeralda lo interrumpió.
— Yo no puedo hacerme cargo de ella, no con esta vida que llevo. ¡Ni siquiera he podido ponerle un nombre! Te lo ruego, Stanford.
Él bajo la vista y jugó nerviosamente con sus manos. Aquella situación siempre se encontraba presente en sus pensamientos y nunca había dejado de pensar en el escándalo de magnitudes increíbles que se formaría al volver a su hogar. Sin embargo, él no podía dejar a Esmeralda a su suerte con una hija cuando él tenía la culpa de todo lo que había pasado. Su padre solía decirle que de alguna forma u otra, siempre terminaría enfrentando sus responsabilidades, que no se podría pasar la vida entera huyendo de ellas.
Era el momento de hacerse cargo.
— Me la llevaré —dijo con decisión—. Le daré a esa pequeñita la vida que se merece y enfrentaré las consecuencias de mis actos. Pero tú debes hacer lo mismo, Esmeralda.
Fue un poco duro de oír, pero la mujer supo que era así como debía de ser pues no le quedaban opciones. Simplemente no podía tener una hija con el estilo de vida que llevaba. Pronto se dio cuenta de que sus ojos se habían llenado de amargas lágrimas que se rehusaba a derramar frente al hombre.
— Si es así como debe ser...
— No te preocupes, no le faltará nada —dijo en un intento por tranquilizarla.
Esmeralda asintió levemente y se dio la vuelta, dirigiéndose por el pasillo hacia la habitación donde su hija aún dormitaba. Cuando tomó a la niña en sus brazos sintió el deseo de dejarla de nuevo en su cuna para que descansara en paz, quizás sí podía criar a esa niña.
Pero en el fondo sabía que aunque pudiera criarla no podría darle todo lo que la pequeña se merecía. Así que con calma envolvió a la nena en una suave manta de color rosa, quien no se movió en ningún momento pues era ajena a todo lo que pasaba.
Miró a su hija, en sus brazos, por última vez. Los nervios volvieron a apoderarse de ella y las ganas de quedársela casi la dominaron. Dio un suspiro mientras una lágrima se deslizaba suavemente por su mejilla. Con un dedo acarició suavemente la mejilla sonrosada de la bebita, y le dio un último beso en la frente, donde quiso transmitirle todas sus emociones y pensamientos; desde el miedo que la había invadido al saber que estaba embarazada, hasta la hermosa sensación que tuvo cuando vio que la preciosa niña que reposaba en su brazos era suya. Esmeralda quería que la niña supiera que ella le había amado muchísimo en poco tiempo, pese a que había tratado de evitarlo. Aquello lo hacía por su bien y sin duda, al finalizar esa noche, se arrepentiría muchísimo de su decisión.
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Editado: 11.01.2019