La Promesa de Cupido

Capítulo XVI

Amor caminaba detrás de la ancha espalda de David, quien no había soltado su mano después de lo sucedido instantes atrás. Ella podía notar como un montón de seres mágicos fijaban sus miradas en ellos y no parecían tener ganas de apartarlas, o al menos de disimularlas.

— Es la chiquilla del medio —escuchó que susurraba una anciana de piel azulada a una joven de cabellos tan rojos como el fuego, la cual se inclinaba sobre su propio eje para poder observarlos más de cerca.

— Y con un ángel, menudo dúo.

Caminaban con paso rápido intentando llegar lo más rápido posible al fondo del callejón. En la pared de ladrillo se materializó lentamente una puerta que asemejaba a la madera, pero la rubia al fijarse mejor se dio cuenta de que en realidad la puerta estaba hecha de una complicada serie de hilos intrincados de una especie de oro sucio, se preguntó cómo había dejado pasar un detalle así en el pasado.

Ambos se plantaron frente a la puerta. Amor se planteó tocar, pero decidió simplemente empujar la puerta y adentrarse en el local de la Rosa Metálica. Se sorprendió cuando visualizó una tienda teñida de color dorado, con exquisiteces por aquí y allá que nada tenían que ver con la tienda que ella guardaba en su memoria. Estuvo a punto de dar media vuelta y volver tras sus pasos cuando una voz conocida la interrumpió.

— Niña del medio, empezaba a pensar que te había entrado el miedo y no volverías asomar tu rostro por aquí.

— Yo…

— Y veo que has traído a alguien más contigo —la anciana se acercó—. ¿Quién eres tú, jovencito? Puedo ver tu aura, oh sí, algo tan potente como la luz que irradia esta niña, pero no eres familiar suyo ni nada por el estilo.

El rostro de la anciana comenzó a cambiar. En un abrir y cerrar de ojos, la anciana había cambiado su rostro lleno de verrugas y líneas de expresión por algo dulce, un rostro digno de ser pintado y admirado por todo el mundo, parecía algo inaccesible que solo podrías conformarte con imaginar, porque sabías que nunca en la vida encontrarías algo así. Ojos tan azules como el cielo, enmarcados por unas grandes y largas pestañas, mejillas tan llenas y rosadas como un pomelo, y labios tan rojos como la sangre.

— ¿Puedo ofrecerte algo de mi tienda? —le preguntó con una voz renovada, más superficial y seductora.

— David —comenzó Amor—, creo que deberíamos…

Él la ignoró y pasó bruscamente por su lado, casi derribándola en el proceso. La rubia, horrorizada, vio cómo su ángel guardián iba detrás de uno de los seres mágicos más peligrosos conocidos, en lo que Amor ya había reconocido como una trampa digna de una Rosa Metálica. En su hogar siempre habían corrido los rumores de que los polvillos estaban hechos de un ritual malévolo en el cual las Rosas Metálicas despojaban a un desafortunado chico mágico de todos sus poderes.

Pero Amor no podía permitir eso, David no era sólo un chico mágico y la anciana parecía no haberlo notado aún.

Se sobresaltó cuando sintió algo materializarse en su mano, tanto que casi suelta el objeto, quizás arruinando su única oportunidad de salvar al rubio. Con los ojos casi saliéndose de sus órbitas descubrió que una daga liviana y de una hoja tremendamente afilada se había materializado en su mano. Amor no dejó escapar más tiempo, confió en la puntería perfecta que el arco y la flecha le habían proporcionado y las clases de anatomía que había recibido y lanzó la daga, que pareció cortar el aire, y luego se clavó en el muslo de la mujer quien ya tenía a David en sus manos y contra sus labios.

La joven rápidamente cayó al piso y le dio una mirada a Amor que podría haber sido capaz de convertirla en piedra. La joven, quién ahora envejecía rápidamente frente a sus ojos, se levantó del suelo con dificultad y se arrancó la daga del muslo, dejándola tirada en el piso. La Rosa Metálica chasqueó los dedos y la rubia presenció como la tienda cambiaba frente a sus ojos, volviendo a la apariencia que ella recordaba.

David parecía embobado en medio de todo.

— Discúlpenme por tratar de seguir mis instintos —habló la anciana—. El rubio es un manantial de poder. Ahora, acércate, niña, te he guardado algo.

Amor caminó hacia donde la anciana había dejado la daga que se había materializado en su mano, tomó un pañuelo del piso con el cual envolvió la hoja y la guardó bajo su camisa. Se dirigió hacia dónde seguía parado David y lo zarandeó suavemente.




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