Lucia Wyndham miró su reloj, salió corriendo de las caballerizas y entró en la casa de la familia, en Massachusetts, por la puerta posterior. Había estado cabalgando más de lo que había pensado, pero aún le quedaba tiempo suficiente para prepararse.
Se sentó en el asiento al lado de la puerta y comenzó a quitarse las botas de montar. Al oír el carraspeo de alguien, levantó la cabeza y vio al mayordomo, que estaba observándola.
— ¿Puedo ayudarla, señorita?
El mayordomo había adoptado una expresión estoica, flácidos ojos grises y aún más flácida papada.
—No. Gracias, Stanley —él siempre le ofrecía su asistencia y ella siempre la rechazaba, era así desde que ella aprendió a cabalgar. Por fin se sacó una de las botas y la dejó caer en el suelo.
Al ver que Stanley no se marchó, como hacía siempre, Lexie volvió a alzar la cabeza.
—Su madre ha estado buscándola.
Suspirando, Lucia inició la tarca de quitarse la otra bota.
— ¿Qué habré hecho ahora?
—Su... príncipe ha venido.
Lucia se quedó inmóvil un momento. Y Stanley, en contra de su profesionalidad como mayordomo, se permitió que su rostro mostrara su desagrado. No lo había dicho, no lo haría nunca, pero Stanley pensaba que su madre y ella estaban cometiendo un error.
—Se ha adelantado —comentó Lucia dejando caer la otra bota en el suelo.
—Creo que ha sido un malentendido que ha tenido que ver con el cambio de secretaria de su madre. El príncipe parece pensar que usted va a ir con el esta tarde a San Philippe.
—Pero, ¿y la cena?
—Exacto.
— ¿Se lo ha explicado mi madre?
—Por supuesto. Se marchará mañana por la mañana como estaba planeado.
—Cielos...
—Exacto.
Percibió un leve brillo travieso en los ojos de Stanley y tuvo el presentimiento de que había algo que el mayordomo no le había dicho. Sin duda lo descubriría pronto.
— ¿Dónde está?
—En el campo de croquet.
—Será mejor que vaya — Lucia se levantó y se volvió para marcharse, pero se detuvo al oír otro carraspeo de Stanley.
— ¿No debería asearse un poco antes?
Lucia se miró los pantalones manchados de barro y lanzó una carcajada.
— ¡Sí, ya lo creo! Gracias, Stanley.
El mayordomo inclinó la cabeza.
Treinta minutos más tarde, con un recatado vestido de verano, se sentó en un asiento en el cenador. En el brazo del asiento contiguo al suyo había una chaqueta oscura y no pudo resistir acariciar el cuero y la exquisita suavidad del forro de seda.
Apartó la mano y volvió la atención al juego de croquet que parecía estar llegando a su fin. Sólo había dos personas en el césped: Adam, de anchos hombros que estaba de espaldas a ella, y su sumamente delgada madre. Por el lenguaje corporal se podía ver que Antonia estaba perdiendo... y era mala
perdedora.
Con sorpresa, vio a Adam golpear la pelota con el martillo de madera de mango largo dando un golpe demoledor que dejó la pelota de su madre muy lejos de donde ella la quería. Aunque no esperaba que Adam se dejara ganar, pensaba que podía haber tenido algo más de tacto. Se le consideraba un hombre muy
diplomático y, normalmente, conseguía complacer a su madre.
Adam se enderezó y se dio media vuelta. Al verle de perfil, Lucia contuvo la respiración con expresión de incredulidad.
No, no era Adam Marconi, príncipe heredero de San Philippe, sino su hermano, Rafael.
El rostro de Lucia enrojeció.
Rafael se volvió del todo y, desde el otro lado del campo de césped de croquet, la vio y le sostuvo la mirada. Después, despacio, inclinó la cabeza; pero incluso a esa distancia logró con el gesto mostrar su desagrado.
Sin embargo, no era él solo. Ella tampoco quería ver a Rafael.
En un intento por recuperar la compostura, Lucia se recordó a sí misma, como su madre solía hacer, que ella también tenía sangre real en las venas: antaño, sus antepasados regentaron el pequeño principado europeo del que ahora el padre de Rafael era rey. Una Wyndham Jones no perdía nunca el control.
Supuestamente.
La sorpresa de ver a Rafael dio paso a un sentimiento de desilusión. Adam, su príncipe, no había ido personalmente, sino su libertino hermano. El príncipe playboy, como los de la prensa lo llamaban; o como ella prefería llamarlo, el príncipe rana. Y lo de rana no tenía nada que ver con su aspecto, Rafael era el
mismísimo Adonis.
Su madre la vio entonces e, inmediatamente, abandonó el juego y comenzó a cruzar el campo, seguramente convenciéndose a sí misma de que había estado a punto de ganar. Rafael la siguió.Lexie apretó la mandíbula; pero, cuando llegaron hasta ella, forzó una sonrisa y fue a darle la mano. Rafael la aceptó y se la llevó a los labios, dándole el más suave de los besos.
Durante esos breves momentos, Lucia se sintió sumida en una profunda confusión. Se le olvidó lo enfadada que estaba, se le olvidaron sus planes para el futuro e incluso se olvidó de su madre. Sólo fue consciente de esos cálidos labios acariciándole los nudillos de los dedos y del temblor que le recorrió el
cuerpo.
Rafael levantó la cabeza y ella se encontró víctima del abrasador contacto con los oscuros ojos castaños de Rafael. Al soltarle la mano, ella recuperó el sentido y lo recordó todo, reconociendo la táctica de él como lo que era, un juego de poder.
—Es un placer volver a verlo, excelencia —dijo Lucia falsamente. Él le sonrió.
—Con Rafael vale. A menos que prefieras que te llame señorita Wyndham Jones.
—No —Lucia sacudió la cabeza.
—En ese caso, Lucía, el placer es mío. Hace demasiado tiempo que no nos vemos.
Lucia se contuvo para no llamarlo mentiroso; en parte, porque sería una falta de educación, pero además porque ella también había mentido. Para ninguno de los dos era un placer verse.
—Y toda una sorpresa. Debo confesar que esperaba a Adam.
Adam... considerado, maduro y un caballero.
—Sí, suele ocurrirte.
Lucia palideció. ¿Cómo se atrevía? Una equivocación cuatro años atrás. Una equivocación que había esperado que él olvidara. Al fin y al cabo, para un hombre como él no era nada extraordinario. No era nada, se recordó a sí misma.
Un accidente, un malentendido.
En una fiesta de disfraces, acabando de cumplir los dieciocho, era fácil confundir a un príncipe enmascarado con otro; sobre todo, cuando el tipo y el cabello de ambos eran similares. Y si ese príncipe, bailando, te llevaba a un rincón detrás de una estatua de mármol y te besaba como si fueras la mismísima Afrodita y tú le respondías de igual manera, y entonces él te quitaba la máscara y, al darse cuenta de quién eras, se apartaba de ti y lanzaba una maldición...
—Te pido disculpas en nombre de mi hermano —dijo Rafael en tono casi sincero.
Por supuesto, a él tampoco le hacía gracia estar allí.