Lucia estaba delante de la ventana contemplando la ciudad envuelta en niebla.
La niebla confería a Londres una etérea belleza, pero había hecho cerrar el aeropuerto y tenían que pasar la noche allí.
Oyó cerrarse la puerta de la habitación contigua: Rafael había regresado. Los empleados de la casa de su familia en Londres cerraban las puertas sigilosamente, por eso sabía que era él. Rafael había desaparecido mientras ella se entendía con los joyeros y no le había dicho adónde iba. Uno de los empleados
de la casa le había preguntado si quería algo especial para cenar y ella le había pedido que esperase un rato. Le había dado a Rafael cinco minutos más antes de pedir que le preparasen la cena a ella sola porque estaba muerta de hambre. Y si él no había tenido la delicadeza de decirle cuándo iba a volver, si iba a volver, ¿por que seguir esperando?
Respiró profundamente. Estaba nerviosa, cansada y angustiada. Lo mejor que podía hacer era mostrarse distante con él. Al día siguiente estaría en San Philippe y lo vería poco. Al fin y al cabo, Rafe tenía su propia vida, una vida que ella estaba interrumpiendo.
No obstante, durante los pocos minutos que el día anterior por la mañana habían estado sentados juntos en el tronco caído, había imaginado conectar con él. Ahora se daba cuenta de que Rafael sólo había hecho lo necesario para forzarla a acompañarlo.
Lucia se volvió cuando él entró en la habitación. La tensión que había notado en él al marcharse había disminuido, pero no mucho. Lo veía en la mandíbula,en los hombros y en las profundidades de sus ojos.
Rafael no quería estar ahí.
—Yo no tengo la culpa de la niebla —dijo ella a la defensiva.
Concretamente, él no quería estar ahí con ella.
—Yo también tengo ganas de que reemprendamos el camino. Pero, entretanto, sería mucho más agradable que pudiéramos llevarnos bien. Sé que no me debes nada, pero te agradecería que, al menos cuando salgas, me digas si debo esperarte o no. De esa manera, podría comer o no a mi antojo.
Vio la tensión disminuir en su mirada y, sorprendentemente, pareció divertido.
— ¿Has acabado?
Lucia suspiró al darse cuenta de lo enfadada que había sonado y tuvo que controlar las ganas de sonreír.
—Sí—respondió ella algo avergonzada de sí misma.
— ¿Tienes hambre?—preguntó Rafael con una traviesa sonrisa.
—Sí. Y a veces me pongo de mal humor cuando tengo hambre.
— ¿En serio? —Rafe parecía estar reprimiendo la risa
—¿Te gusta la pizza?
Al oír mencionar una de sus comidas preferidas, casi pudo olería.
—Me encanta —respondió ella con quizá más entusiasmo del apropiado dada la sorpresa que mostraba el rostro de Rafe.
En ese momento, un criado entró en la estancia. Sus manos enguantadas sostenían una enorme caja delgada.
— ¿Lo de siempre, señor?
Rafael asintió.
Rápidamente, Rafael y el criado colocaron dos sillas delante de la ventana, un reposapiés delante de las dos sillas y una mesa auxiliar entre ambas. Encima de la mesa colocaron la caja de cartón, servilletas de lino, una botella de vino y dos copas.
Cuando el criado se marchó, Lucia clavó de nuevo los ojos en la caja.
— ¿Es eso...?—el aroma a tomate y albahaca impregnaba el ambiente.
Rafael, orgulloso de sí mismo, sonrió.
—Claro que lo es. El tío de un amigo mío tiene un establecimiento aquí cerca en el que hacen las mejores pizzas fuera de Italia —Rafael abrió la tapa de la caja
—Es sencilla, pero exquisita. Además, no tenemos tiempo para mucho más.
Tras una reverencia, añadió:
—Siéntate y sírvete.
Se sentaron, sus pies casi tocándose en el reposapiés, servilletas blancas en sus regazos, y comieron mirando las luces de la ciudad envuelta en niebla.
Por primera vez en muchos días, la tensión la abandonó y su respiración se hizo más relajada. No habló hasta que acabó su segundo trozo de pizza.
—Gracias, estaba divina. Y era justo lo que necesitaba.
—Imaginaba que, como a partir de ahora va a haber un banquete tras otro hasta el final de las fiestas de aniversario... en fin, me ha parecido bien.
—Mucho mejor que bien, perfecto.
Sonaron las campanas del Big Ben en la noche. Lucia tomó un sorbo de vino tinto.
— ¿Qué has querido decir con eso de que no tenemos tiempo para mucho más?
Rafael se miró el reloj mientras tragaba un trozo de pizza. Del bolsillo de la chaqueta se sacó un papel y se lo dio.
— ¿Qué es esto?
—Míralo.
Lucia se limpió las manos, agarró el papel y miró a Rafael.
—Son unas entradas... para una representación de Shakespeare en el teatro Globe —Lucia se puso en pie, la servilleta se le cayó al suelo y apretó las entradas contra su pecho.
—No puedo creerlo. No creía que hubiera oportunidad... Ni se me había ocurrido preguntar.
—Los miembros de la realeza, aunque sean extranjeros y de lugares pequeños, tienen ciertas ventajas.
Lucia se echó a reír.
—Gracias.
—No me las des, lo he hecho también por mí. Es mejor que pasar el resto de la tarde encerrados en casa.
—Gracias de todos modos. No puedes imaginar la ilusión que me hace. Estudié a Shakespeare.
—En Vassar, lo sabía.
¡Vaya! Rafael había leído la información concerniente a ella.
—En ese caso, puedes imaginar lo que esto significa para mí.
—Lo que significa es que no voy a tener que preocuparme de que te pongas una peluca y salgas por la ventana para ir a un club.
—No he metido la peluca en la maleta —Lucia seguía con las entradas pegadas al pecho—He dejado atrás mis escapadas nocturnas.
La mirada que Rafael le lanzó le dejó claro que no la creía.
—Voy a ser un modelo de respetabilidad.
Rafael la miró de arriba abajo. Y aunque sabía que no podía ponerle pegas a su atuendo, ajustado a la imagen que necesitaba proyectar de elegancia y estilo, se sintió ligeramente censurada a juzgar por el modo en que Rafael fruncía el ceño.
— ¿Tampoco has traído el vestido que llevabas la otra noche?
—Lo he dejado en casa y he pedido que lo lleven a una tienda de segunda mano.
—Una pena.
— ¿Te has propuesto discutir conmigo? Si es así, dímelo. No tengo problemas.
Lucia seguía sonriendo.
—Está bien. Arréglate para salir, preciosa. Tenemos que irnos en quince minutos.
Cuando los actores salieron a saludar por última vez después de la representación de El sueño de una noche de verano, Lucia se recostó en el respaldo de la butaca y lanzó un suspiro de puro placer.
Lanzó una mirada a Rafael, a su lado en el palco reservado para ellos. Él le devolvió la mirada, asumiendo una actitud de aburrida indiferencia.
—La representación ha sido maravillosa. Increíble. Fantástica —declaró ella.
— ¿Arrebatadora?
—Sí.
—Me alegro de que te haya gustado.
—A ti también te ha gustado, ¿verdad? —Lucia estaba segura de que su actitud de distante superioridad era fingida.
—Por supuesto.
—Te has reído —le había visto reír varias veces durante la representación.
—Ya he dicho que me ha gustado.
—Entonces, ¿por qué estás tan gruñón? ¿Has visto a alguna de tus novias con otro hombre entre el público?—No. Venga, vámonos —Rafael se puso en pie.
— ¿No te parece fabuloso este sitio? —dijo Lucia mirando a su alrededor.
—Reserva tus comentarios para Adam. El forofo de Shakespeare es él.
—Lo sé. Es una de las cosas que tenemos en común.
Rafael alzó los ojos con gesto de exasperación.
— ¿Nos vamos ya? —preguntó Rafael, tendiéndole la mano.
—Has sido un encanto al traerme aquí; sobre todo, teniendo en cuenta que no te gusta demasiado.
— ¿Un encanto?
—Sí.
Evidentemente, Rafael no estaba acostumbrado a que lo llamaran «encanto» y no pareció gustarle. Le dio la mano y sintió sus fuertes dedos cerrarse sobre los suyos mientras se ponía en pie. Rafael volvió el rostro como si algo o alguien entre el público le resultara de sumo interés y ella, siguiendo un impulso, se inclinó hacia él para darle un beso en la mejilla.
Rafael eligió ese momento para volver la cabeza.
Durante un segundo, quizá dos o tres, sus labios rozaron los de él, cálidos y suaves. Y durante ese sublime segundo, o dos o tres, un simple beso la consumió. El mundo se detuvo a su alrededor y tuvo miedo de que las piernas le fallaran por el calor que la traspasó.
Lo arrebatador de la obra no podía, no tenía comparación con eso.
Los firmes dedos de Rafael le agarraron el brazo, apartándola de sí.
Lucia se llevó las manos a los labios, le sostuvo la mirada y vio la imagen de su propia perplejidad asomando a los ojos de él.
—Lo siento —Lucia dio un paso atrás— No era mi intención... Iba a besarte en la mejilla. Te has vuelto en ese momento... Ha sido un accidente. He dicho que lo siento. Di algo, por favor...
Rafael abrió la boca y tardó unos segundos en hablar.
—Supongo que ya estamos en paz. Vámonos.
Rafael descorrió la cortina a sus espaldas y sujetó la puerta para cederle el paso.
Diez minutos de trayecto en el coche y Rafael apenas había pronunciado palabra desde la salida del teatro. Habían llegado casi a la casa y ella ya no podía soportar más el tenso silencio. Rafael estaba con la espalda recostada en el asiento
posterior del Bentley, tan lejos de ella como le era posible, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Pero ella sabía que no se había dormido.
Lucia se volvió en el asiento, de cara a él.
—No estamos en paz.
Rafael entreabrió los ojos y volvió el rostro hacia ella. Después, se la quedó mirando.
—Al decir que ya estábamos en paz te has referido a la vez que me besaste en la fiesta de disfraces, ¿verdad?
Rafael asintió con la cabeza.