Lu intentó prestar atención. Su compañero de mesa, un político de San Philippe de cuya chaqueta colgaban varias medallas y de cuyo nombre no se acordaba, estaba hablándole de la evolución del sistema político del país.
Desgraciadamente, entre la jaqueca y las complejidades del sistema político estaba completamente aturdida. Y los entusiastas acordes de la banda de música no la ayudaban. En cualquier caso, esperaba que sus sonrisas y asentimientos de cabeza convencieran a su compañero de mesa de que estaba
siguiendo su discurso con interés y no preguntándose cuándo podría marcharse.
El político alargó el brazo para agarrar un petisú.
Al principio, las largas mesas con cubertería de plata bajo unas arañas de cristal la habían entusiasmado. Después, los invitados, la flor y nata de San Philippe.
Pero con el tiempo se había convertido en otra cena en la que tenía que hablar con gente a la que no conocía.
No habría sido tan terrible de no tener una jaqueca que iba en aumento. Una criada la había peinado, pero no se había dado cuenta de lo mucho que le había estirado el pelo hasta empezar a sentir el dolor de cabeza.
Rememoró la tranquila cena de la pizza contemplando las luces de Londres y con los pies en el reposapiés.
Masajeándose la sien, Lu miró a la cabecera de la mesa, ocupada por un Adam sumido en profunda conversación con un hombre de Estado. Él le había explicado que era mejor que no estuvieran sentados juntos aquella noche, no tenía sentido azuzar los rumores. Ella lo había comprendido perfectamente.
Al mirar a su alrededor vio a Rafael, a cierta distancia de ella y en el lado opuesto de la mesa, que estaba observándola. No pudo descifrar la expresión de sus oscuros ojos y no supo cómo explicar el efecto que tuvo en ella. Rafael alzó su copa a modo de saludo antes de volverse hacia la voluptuosa y sofisticada rubia sentada a su lado.
El hombre de Estado a su lado acabó su petisú, se limpió la crema de los dedos y la invitó a bailar. Imaginó que no tenía más remedio que aceptar la invitación, por lo que se dejó llevar a la pista de baile y, en los brazos del hombre, sus pies comenzaron a moverse al compás de un vals. Y clavó los ojos en el hombro de su compañero para evitar mirar todo el tiempo a la crema que se le había pegado al bigote a aquel caballero.
Por fin cesó la música, pero inmediatamente empezaron a sonar los primeros acordes de otra melodía. Afortunadamente, Rafael apareció a espaldas del político y le tocó el hombro.
— ¿Le importa que baile yo con la señorita, Humphrey?
Humphrey, ése era su nombre.
Humphrey la soltó, dio un paso atrás e hizo una leve reverencia a Rafael.
—No, claro que no, señor —respondió apartándose.
Rafael se colocó delante de ella y paseó la mirada por su vestido azul con gesto de aprobación. Con firmeza y cuidado, tomó una de las manos de ella en la suya y la otra la colocó en su espalda.
—Gracias —dijo Lu, aunque lo que quería era darle un abrazo de pura gratitud.
—Bailar con Humphrey después de haber estado sentada a su lado durante dos horas me ha parecido excesivo. Incluso para una mujer que quiere casarse con Adam.
—Todo un caballero. Y muy atento.
—Sí, supongo que sí —dieron unos cuantos pasos de baile.
—Irónico, ¿verdad?
— ¿Qué es irónico? —con la mano en el hombro de Rafael, sintió la fuerza de sus músculos.
—Que esta noche tengas dolor de cabeza de verdad —respondió Rafael
—pero que no te atrevas a marcharte.
Lu no había pensado que se le notara y menos que Rafael se hubiera dado cuenta.
—Admito que me he preguntado si podría marcharme, pero no sé el protocolo.
Rafael sonrió traviesamente y no dijo nada. Bailaron en silencio y, cuando la banda de música dejó de tocar, él le retiró la mano de la espalda y se colocó a su lado, aún agarrándole la mano derecha.
—Vamos —dijo él.
Estaban en un extremo de la pista de baile y Rafael empezó a llevarla en dirección opuesta a su asiento en la mesa.
— ¿Adónde vamos?
—Quieres marcharte, ¿no?
Lu vaciló.
—No debería.
Rafael la empujó hacia delante.
— ¿Por qué no? Ha sido un día muy pesado para ti y el vuelo te ha afectado.
—Y a ti.
—Por eso me marcho.
— ¿En serio?
Rafael se detuvo y volvió la cabeza hacia ella.
—Algunas cosas las tomo muy en serio. Además, tienes dolor de cabeza.¿No quedaría mal marcharse de su primera cena oficial?
—Tú mismo me has dicho que tendré que aguantar innumerables cenas así hasta el final.
—Sí, pero cuando seas princesa.
—Si lo soy.
—Si lo eres. Como quieras. Pero ahora tienes una disculpa válida. De momento no se fijan tanto en ti, puede que sea tu única oportunidad.
Lu lanzó una rápida mirada hacia la cabecera de la mesa.
—Adam no se va a molestar —dijo Rafael, adivinando lo que estaba pensando, y no añadió que posiblemente Adam ni siquiera notara su ausencia.
Adam y ella habían pasado una tarde muy agradable. Habían dado un paseo por los enormes jardines del palacio, incluido un famoso laberinto. Mientras paseaban agarrados del brazo, Adam le había hablado de los esfuerzos de los jardineros por conservar la flora natural del país. Era muy culto y un caballero,
y había notado su cansancio. Le había resultado un alivio estar en compañía de alguien fácil de tratar, no como Rafael, que siempre la observaba y la ponía nerviosa.
Adam y ella se habían separado para prepararse para la cena. Sin embargo, durante la cena, sólo había mirado una vez en su dirección y había asentido con la cabeza casi con paternalismo antes de volver a la conversación que estaba manteniendo.
Por el contrario, había sorprendido a Rafael observándola en más de una ocasión.
—Me pidió que te echara un ojo.
Lu sonrió.
— ¿Y qué le contestaste? —imaginaba que a Rafael no le había hecho gracia volver al papel de niñera.
—Que sí.
— ¿Que sí, sin más?
Rafael sonrió y la sonrisa le llegó a los ojos.
—Por supuesto, que sí.
—Mentiroso.
La sonrisa de él se agrandó.
—Vamos, Lu.
Marcharse con Rafael era mucho mejor que quedarse. Pero fue oírle llamarla por el diminutivo lo que la convenció del todo, recordándole que eran amigos.
Porque era el único amigo que tenía allí.
Nadie pareció sorprenderse al verles salir por la puerta de una cocina tan grande como una casa. No pudo contener una carcajada cuando Rafael, tirándole de la mano, pasó por mostradores y cocineros que no dejaban de gritarse los
unos a los otros.
—Rupert —dijo Rafael a modo de saludo a un hombre que de brazos cruzados supervisaba lo que ocurría en la cocina.
Rupert miró su reloj.
—Ha durado mucho esta noche, señor.
—Cuando tenga la edad de usted puede que aguante hasta el final.
—No me cabe duda de que todos esperan a que llegue ese momento.
—Todos menos yo —contestó Rafael con una sonrisa sin dejar de andar.
—Así que haces esto con regularidad, ¿eh? —comentó Lu.