La prometida de mi hermano

9

Lu estaba de pie entre Adam y Rebecca en el lugar reservado para la familia real e intentando disfrutar los fuegos artificiales de las fiestas del aniversario.  
Fiel al acuerdo con Adam, se había sentado a su lado durante una cena más y ahora llevaba allí media hora. Pero no podía dejar de pensar en Rafael, también presente allí. 
Rafael, con quien se había acostado. 
Oyó los «aaaahs» y los «oooohs» de la gente, pero seguía mirando a Rafael de soslayo. Era mucho más hipnotizante que los fuegos artificiales. 
Junto a los miembros de la familia real, ocupando un lugar de honor, estaban los adolescentes del equipo de polo de Rafael, a quienes se les había prometido ese privilegio si ganaban el partido. Y lo habían hecho. Rafael era maravilloso con  
los chicos y éstos lo adoraban. 
Mientras Rafael se agachaba para hablar con un hombre mayor en una silla de ruedas, Lu comenzó a divagar. 
No había visto a Rafael desde el día anterior después de hacer el amor. Ya más tranquilos y tras haber recuperado la razón, aún en la cama abrazados el uno al otro, habían acordado hacer como si nada hubiera ocurrido. 
Era lo más razonable, a pesar del vacío que había sentido tras tomar la decisión. 
Un compromiso fallido con Adam ya era malo de por sí; una relación con Rafael, el príncipe playboy, podría desencadenar una catástrofe de llegar a oídos de los medios de comunicación. 
Pero le echaba de menos desde el día anterior. 
Rafael no había hecho intento por ponerse en contacto con ella. Sabía que no lo haría porque eso era lo que habían acordado. 
Y era una idiota por querer que lo hiciera. 
También sabía que su relación con Rafael no tenía futuro. Los dos querían cosas diferentes. 
— ¿Qué tal todo con Adam? —le preguntó Rebecca. 
—Bien —Lu no quería hablar de Adam con Rebecca, no quería sumergirse aún más en el engaño—¿Quién es el señor con el que está hablando Rafael? 
Rebecca siguió la mirada de ella y sonrió. 
—Malcolm. Fue nuestro jefe de jardinería durante años. Es un hombre encantador, muy triste verle así. Rafael y él tenían una relación muy especial, estaban muy unidos. Desde pequeño, Rafael es muy activo, y Malcolm tuvo la paciencia de enseñarle cosas prácticas y el amor a la Naturaleza. Todo empezó  
con las ranas que solía agarrar en el estanque para dárselas a Rafael. 
Lu sonrió. 
—Yo, de pequeña, llamaba a Este el príncipe rana; desde los ocho años, cuando me tiró una rana. 
Rebecca se echó a reír.

—Rafael tuvo una época en la que estaba obsesionado con ellas. Y también con las tortugas. Aquella rana, si no recuerdo mal, se llamaba Arnold... o algo así. 
—Arthur. 
—Sí, eso es. Papá nos dijo que pensáramos en algo bonito para darte o enseñarte durante tu visita. A Rafe lo mejor que se le ocurrió fue esa rana.  
Quería enseñártela. Pensó que a los ocho años te interesaría tanto como le había interesado a él a esa edad. Adam y yo tratamos de convencerle de que no era buena idea, pero él no nos hizo caso. Adam le dio un manotazo para que no te  
enseñara la rana y fue cuando la rana saltó y cayó encima de ti. 
— ¿Adam le dio un manotazo? Yo creía que Rafael me la había tirado. 
Rebecca continuaba sonriendo. 
—Todavía me acuerdo de la que se montó. Acabamos todos a cuatro patas buscando a la rana. Papá se enfadó. Rafe tuvo que llevar a la rana al estanque y dejarla allí; es más, desde entonces se le prohibió tener ranas. 
Lu vio la necesidad de revisar el incidente que había sido fundamental respecto a su admiración por Adam y su desagrado hacia Rafael desde entonces. 
Y se había equivocado. 
Rafael no había intentado asustarla, sino todo lo contrario. Y por su culpa. Rafael había perdido a su rana. 
Rebecca miró de nuevo en dirección a Rafael. 
—Es una suerte que Adelaide, la nieta de Malcolm, haya venido para pasar el verano con él. Llegó hace un par de días. 
Lu miró a la mujer colocada detrás de Malcolm. Era la misma mujer que había visto hablando con Rafael en la puerta de una casa unas noches atrás. El corazón le dio un vuelco. En el momento de verlos, había pensado que Rafael tenía relaciones ilícitas con ella. 
En ese momento, Adelaide se quitó las gafas de sol y ella vio lo joven que era, aún una adolescente. Entonces un joven se acercó, puso un brazo sobre los hombros de Adelaide y esta se sonrojó. 
Y Lu volvió a sentirse culpable. Había estado convencida de que Rafael tenía relaciones con la joven y él no había hecho nada por defenderse ni por aclarar la situación. Sólo le había dicho que no había nada y ella no Ie había creído. 
La personalidad de Rafael no se ajustaba a la opinión general sobre él. Rafael dejaba que la gente pensara lo peor sin defenderse. 
Y ahí en público, con las cámaras centradas en ellos, no podía acercársele para pedirle disculpas. Tampoco podía hacerlo en privado. El riesgo era demasiado grande. 
No podía acercarse a él. 
Lu contempló con horror los periódicos que tenía abiertos encima de la cama. 
Tenía que ponerse en contacto con Rafael.

Tras respirar profundamente, agarró el teléfono y la tarjeta con su número privado y llamó. Era demasiado temprano, pero no quería que se marchara antes de haber hablado con él. 
— ¿Sí? —le oyó decir con voz ronca. 
—Siento despertarte. Si quieres te llamo más tarde. 
—Ya estoy despierto. ¿Qué pasa, Lu? 
— ¿Aparte de que nos hemos acostado juntos? —Lu volvió a clavar los ojos en los periódicos. Silencio. — ¿Podría verte? Se trata de los periódicos. 
—No deberías prestarles atención. 
—Por favor. Rafael. Deberías ver esto. No sé qué hacer. Sé que tengo que decírselo a Adam, pero preferiría hablar contigo primero. 
— ¿Sabes dónde está mi despacho? 
—Sí —la oficina de Rafael era territorio neutral, no había nada tentador en ella. 
— ¿Podrías estar allí dentro de veinte minutos? 
—Sí. Gracias. 
Cuando Lu llegó allí, se quedó esperando delante de la puerta. Se había vestido con lo que más a mano tenía, unos vaqueros y una blusa blanca. Había llegado con cinco minutos de adelanto, una equivocación porque cualquiera que pasara podría verla esperando a Rafael. ¿Corrían va los rumores por el  
palacio? Por lo que sabía, nadie les había visto, pero... 
Apretó contra sí el periódico matutino de San Philippe y el del día anterior de Boston. Le habían llevado los periódicos a su habitación temprano, como todos los días desde que estaba allí. Al ver el primero se le había caído algo de café en la cama, al ver el segundo se había olvidado por completo del café. 
Rafael apareció por el pasillo en ese momento. Llevaba el cabello mojado y vestía una camisa blanca de lino y unos pantalones vaqueros negros. Tenía aspecto de hombre de mundo y muy varonil, la clase de hombre de la que su madre le  
había dicho que se mantuviera alejada. Sin embargo, la angustia que había sentido hasta ese momento comenzó a disminuir. Rafael sabría manejar la situación. Había tomado la decisión acertada al acudir a él. 
—Hola, Lu. 
Rafael paseó la mirada por su cuerpo y ella se esforzó por controlar su pulso y la precipitación de los latidos de su corazón. 
—Siento haberte hecho venir, no quería molestarte, pero no sabía a quién recurrir aparte de ti. Además, me habías dado tu número de teléfono por si lo necesitaba y... En fin, no se trata de utilizar mal un cuchillo o una cuchara, también te afecta a ti. 
Rafael se apartó de ella y tecleó el código para abrir la puerta de su despacho.  
Tras abrirla, le cedió el paso. 
—Puedes llamarme cuando quieras, Lu. No es necesario que te disculpes. 
Lu se adentró en la estancia. La había visto de pasada, pero no se había fijado en ella. Ahora, mirando a su alrededor, se dio cuenta de que era una habitación preciosa dominada por un enorme escritorio de madera tallada; en esa ocasión,  
encima del escritorio no había papeles. 
Las paredes estaba cubiertas con estanterías llenas de libros y una espesa alfombra silenciaba las pisadas. Las ventanas tenían vistas a los jardines, a los campos y a los bosques. En la distancia, el sol bañaba las cimas de unas montañas con algo de nieve. 
— ¿Qué ha pasado? —preguntó él—¿Es necesario que cierre la puerta? 
Lu notó reticencia en la voz de Rafael, que seguía junto a la puerta, observándola. 
—No, no lo creo —se vería mal la puerta cerrada. Podría despertar sospechas, podría dar a entender que había algo que ocultar. 
—Siéntate —Rafael le indicó uno de los sillones de cuero delante del escritorio



#7436 en Joven Adulto

En el texto hay: amor traición engaño

Editado: 30.08.2020

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