Prólogo

El joven aspiró nuevamente el aroma del mar que rompía sobre las rocas. El puerto estaba casi desierto a aquellas horas, a pesar de ser uno de los pocos momentos del día en que el calor del sol desterraba ligeramente los rigores del crudo invierno en el que se había visto envuelto Avalon aquel último año. Su capa azul cielo ondeó tras su espalda mientras se aproximaba al borde del muelle y miraba al horizonte, reflexionando, una vez más, sobre el cometido que se presentaba ante él.

La silenciosa figura de su maestra se perfiló entonces tras su espalda, sobresaltándolo ligeramente. La pálida túnica multicolor que vestía contrastaba con su piel color café, pero sus ojos claros desterraban cualquier posible asomo de calidez en su presencia. El muchacho se volvió lentamente y la encaró sin violencia.

-Es la hora -adivinó. Ella asintió.

-Ya no puedo enseñarte más, mi pequeño jilguero -suspiró, resignada-. Debes partir y cumplir con tu destino -media sonrisa asomó a la comisura de sus labios-. Son muchos los que lo esperan.

Él tragó saliva y apartó la mirada, súbitamente acobardado. No necesitaba que le recordasen la responsabilidad que acarreaba sobre sus espaldas, ya era suficiente con sentirlo a cada paso que había dado a lo largo de su vida en el templo. Aquellas miradas escrutadoras..., todos aquellos susurros disimulados tras las columnas atestadas de jeroglíficos...

Su maestra pareció percibir que algo no iba bien porque, de súbito, se aproximó y le colocó las manos sobre los hombros.

-Lo harás bien, novicio -una sonrisa sincera apareció por primera vez en su rostro-. Confío en ti.

El muchacho sonrió a su vez.

-Gracias, Mi Señora.

Ella se apartó sin brusquedad y alzó la vista. El joven siguió la dirección de su mirada... y se estremeció sin quererlo.

El barco que debía tomar hacia Puerto Calea se aproximaba.