Irene se despertó notando la cabeza como un volcán a punto de estallar. Tenía la boca seca y a su alrededor todo era oscuridad. Asustada, abrió los ojos de golpe y se incorporó rápidamente, pero unas manos solícitas se posaron de inmediato en sus hombros y la frenaron.
-Eh, eh... -dijo una voz de hombre que la joven conocía muy bien-. Irene, tranquila. Estoy aquí...
La muchacha giró la cabeza en su dirección, enfocándolo lentamente, para acto seguido lanzar los brazos a su cuello.
-¡Oh, papá! -sollozó.
Marco la rodeó a su vez en un cariñoso abrazo, antes de apartarse y tumbarla de nuevo en la cama con infinita delicadeza. Su hija se dejó hacer sin dejar de mirarlo mientras él encendía la lamparita de la mesilla de noche. En ese instante, sus miradas se cruzaron con toda su intensidad: hielo contra océano. Y Marco reprimió un escalofrío antes de preguntarle a su hija en voz baja:
-¿Cómo estás?
Había procurado que no le temblase la voz, que nada en su tono revelara toda la profundidad de su preocupación, pero Irene no pareció percibirlo; en cambio, se encogió por toda respuesta, entre avergonzada y aplastada por los recuerdos. Su padre la contempló en silencio, dándole el tiempo que sabía que necesitaba... que los dos necesitaban.
-¿Qué ha pasado? -inquirió ella al cabo de unos segundos, alzando de nuevo la vista hacia su progenitor-. ¿Cómo está Ruth?
Marco suspiró levemente. Hacía tiempo que sospechaba que aquel momento iba a llegar, pero no esperaba que fuese tan pronto. Así que, prudentemente, decidió eludir la pregunta.
-¿Qué recuerdas? -quiso saber, por otro lado.
Irene no pareció acusar la falta de respuesta cuando hizo una mueca indefinida que revelaba su inseguridad sobre lo que había sucedido.
-Todo, en realidad -musitó-. Pero... -su vista se empañó- no entiendo qué pudo pasar. Es decir...
Abrumada, se tapó la cara con la almohada para ahogar un nuevo sollozo provocado por el nerviosismo, pero su padre le tomó una mano con cariño y la obligó a mirarle de nuevo.
-Eh, mi guerrera -la llamó, utilizando su apelativo favorito-, cuéntame qué pasó.
Irene respiró hondo, tratando de sofocar el llanto a duras penas, pero cuando por fin consiguió llegar a un estado de mayor o menor serenidad, le relató a su padre todo lo que había pasado, desde la discusión por Ronnie hasta el momento en que sus padres habían llegado. O al menos lo que recordaba, porque en el instante en que vio el objeto dorado que brillaba entre las manos nerviosas de su padre, sus ojos se abrieron como platos y lanzó una mano en esa dirección.
-¡Mi pentáculo! -exclamó. Marco pareció ser consciente entonces de lo que tenía entre las manos; pero no se lo alargó a su hija, sino que ante su sorpresa, lo alejó lo suficiente para que ella no lo alcanzara. Incrédula, Irene alzó una mirada furibunda hacia él-. ¿Qué haces? ¡Devuélvemelo!
Marco sintió un escalofrío al contemplar a su hija en ese estado, puesto que le recordaba a otra persona con la que Irene compartía sangre y familia. Su madre. Pero optó por no dejarse amedrentar.
-No -repuso con calma.
Irene se quedó boquiabierta.
-¿Cómo que no? ¡Pero si es mío! -gritó, tratando de alcanzarlo de nuevo.
-¡No, no lo es! -se le encaró entonces su padre, alzando la voz.
La muchacha se quedó petrificada ante aquella respuesta y retrocedió instintivamente de nuevo hacia el cabecero de la cama, pero no apartó la mirada de Marco ni un instante.
-¿Cómo...? -preguntó con los dientes apretados-. Tengo ese colgante desde que alcanza mi memoria... ¿De qué estás hablando, papá?
La última frase de la muchacha apenas fue un susurro entre asustado e incrédulo. Marco pareció ver entonces que se había pasado de la raya, porque su rostro se relajó y bajó la vista hacia sus manos. Pero en el instante en que iba a abrir la boca una voz se alzó a su espalda, contestando por él.
-Tiene razón, Irene -la figura de Cora se alzaba en el umbral de la puerta del dormitorio-. En realidad, ese colgante sigue siendo mío.
La joven alzó la vista hacia su madre con el rostro desencajado. ¿Qué estaba sucediendo? Pero la mirada de la mujer adulta en ese instante daba tanto miedo que su hija no se atrevió a manifestar sus dudas en voz alta. Sin embargo, su padre se giró en ese instante para mirar a su esposa y esta asintió lentamente, antes de murmurar:
-Es la hora -acto seguido, volviéndose hacia su hija añadió-. Tenemos que hablar.
***
El enorme salón de reuniones apenas había cambiado en aquellos quince años. Los mismos sofás, la chimenea de madera blanca tallada, las alfombras persas y las mesas donde se apilaban documentos entre los jarrones plagados de flores. Zoe y Óscar habían mantenido un estilo austero, pero siempre recordando aquel con el que se habían criado en Madrid y Salem, respectivamente. Sandra apretó los labios al sentir cómo la nostalgia se abatía sobre ella. ¿Qué habría sido de aquellas ruinas entre las cuales, hacía tanto tiempo, una mujer de ojos azules como el cielo y cabello casi albino les había revelado lo que eran?