Ruth despertó de un sueño inquieto cuando los rayos de sol del mediodía acariciaron su rostro. Los ojos le escocían, por lo que pestañeó varias veces con fuerza antes de echar mano al tirador del estor para cerrarlo. Una vez que la penumbra regresó, la joven volvió el rostro hacia la otra cama de la habitación y un nudo indefinido se apoderó de la boca de su estómago.
Irene se encontraba de cara a la pared, hecha un ovillo, pero Ruth supo que estaba dormida por el ritmo de su respiración a pesar de que su cuerpo mantenía la tensión provocada por todo lo sucedido la noche anterior. Sin quererlo, la muchacha sintió lástima por su prima, aunque de inmediato se obligó a recordar que ya no lo era. La pena dio enseguida paso a la ansiedad; aquella que evocaba el hecho de que, de la noche a la mañana, ya no era como el resto de su familia.
Solo era una bruja más del montón, alguien en quien Ronnie a partir de ahora no se fijaría dos veces. Porque, ¿quién podría rivalizar en atenciones con la mismísima hija del Agua y el Fuego? Las lágrimas pugnaron por asomar a sus párpados una vez más, por lo que Ruth decidió que no podía seguir un instante más en aquel dormitorio.
Así que, con un esfuerzo sobrehumano que acusaba la falta de sueño, la joven apartó las sábanas, bajó al suelo y se encaminó hacia el armario. Sin hacer ruido, más por costumbre que por otra cosa, abrió la doble hoja de madera clara y, ligeramente a tientas, buscó un vestido marrón y verde lima. No sabría decir por qué, pero en ese instante, necesitaba sentir que la magia realmente no la había abandonado. «Aunque la de tus padres sí lo hizo», le recordó una vocecita insidiosa en su cabeza, que sorprendentemente se parecía a la de Irene.
La muchacha apretó los labios y los puños, cerró los ojos, respiró hondo y salió por la puerta dando un portazo.
***
El golpe despertó a Irene bruscamente y la joven levantó la cabeza como un resorte, arrepintiéndose acto seguido al comprobar la bonita jaqueca que le había dejado el disgusto de la noche anterior. Su quince cumpleaños, ese momento en que las brujas pasaban simbólicamente a la edad adulta y que, además en su caso, coincidía con la festividad invernal más importante de la Comunidad Mágica. Pero todo se había ido al traste en un segundo cuando Ruth había decidido tirar de aquel estúpido colgante. Irene, en ese momento, no esperaba que sucediese todo aquello: ni el incendio... ni toda la locura que sobrevino después. Pero claro, ni ella, ni Ruth, ni Víctor conocían el secreto de sus auténticos poderes.
Irene apretó los dientes. ¿Cómo era posible? ¿En qué estaban pensando sus padres para ocultarles semejante... información? La muchacha aún no era capaz de creérselo. Bueno, ni eso, ni toda la historia de cómo sus respectivos progenitores se habían metido en aquel berenjenal.
La muchacha nunca había creído especialmente en el destino. Era una joven despierta y audaz que decidía vivir la vida momento a momento, sin preocuparse de lo que pudiese pasar. Creía que haber nacido bruja la convertía en un ser especial, alguien con potencial que podía llegar a hacer grandes cosas en el futuro. Pero, ¿cómo esperarse... algo semejante?
Irene se frotó los ojos con cansancio y acto seguido se masajeó las sienes para tratar de aliviar la cefalea. Despacio, fue bajando sus dedos por el cuello y los hombros, modelando a conciencia cada uno de los músculos que tocaba hasta que empezó a sentirse algo mejor. Sonrió para sí: ahora que sabía que el Fuego en sí mismo era la mitad de su ser, no le sorprendía su facilidad para la medicina. Al fin y al cabo, lo llevaba dentro. Pero eso no ayudaba a mitigar la sensación de que sus padres la habían traicionado de la forma más vil posible.
Los habían engañado a los tres. Para protegerlos, había dicho su madre; pero Irene no podía creer que solo existiese ese motivo. Además, ¿cuándo esperaban decírselo? ¿En un momento como el de la noche anterior? Porque, en el fondo, a pesar de toda su animadversión hacia Ruth, sabía que no se perdonaría nunca el haber estado a punto de matarla.
Como si fuese un acto reflejo, la cabeza de Irene giró hacia la cama de su «prima» y le extrañó encontrarla vacía. La noche anterior habían llegado casi a la vez a la habitación y, sin dirigirse la palabra, cada una se había tumbado en su cama a llorar en silencio. Irene pensó en ese instante en Víctor y puso los ojos en blanco sin querer.
Así que, en el fondo, no eran primos. Aquello dejaba una extraña sensación en su pecho, pero cuando el rostro del joven de ojos grises fue sustituido por otro más anguloso iluminado por unos ojos azules de halo ambarino alrededor de las pupilas, el corazón de Irene empezó a bombear más fuerte a la vez que tomaba una férrea determinación. Ninguna Profecía, por apocalíptica que fuese, iba a separarla de su amor verdadero. No, señor.
Apretando los labios con decisión, Irene se levantó entonces de la cama con un ágil salto y buscó en la cómoda junto a los pies de su cama el conjunto más provocador que encontró: un corsé de color violeta reluciente y fino encaje turquesa con unos pantalones ajustados de color berenjena y botines oscuros con un poco de tacón. Acto seguido, cogió del armario la chaqueta de cuero de su padre casi sin pensar, pero cuando fue consciente de lo que tenía entre las manos, se quedó sosteniéndola un momento en alto, paralizada.