Un fuerte dolor de cabeza apuñalaba su cráneo y el frío paraliza cada músculo bajo su piel. Quería recoger sus rodillas para mantener el calor, pero siempre había alguien que lo forzaba a abrirse y estar con las extremidades separadas. La cabeza le seguía doliendo y la piel le picaba con fuerza, sin mencionar el aire húmedo que le golpeaba los labios.
Cuando trataba de levantarse, un par de manos lo empujaban hasta que volvía a estar acostado. No tenía noción del tiempo que pasaba cuando dormía, sus sueños eran sobre lo único que podía ver: imágenes borrosas que creaban sueños borrosos, confusos y sin significado. Estaba aterrado, quería despertar, con toda la fuerza de su pecho.
— Diago, debes despertar — le susurró alguien. Diago contorsionaba el rostro con pánico.
De repente, sintió un tacto brusco en su cuerpo. Ya no era suave, sino violento y brutal. Vio hacia sus costados y estaba rodeado de manos sobrenaturales: tres pares de manos iguales lo agarraban desde el pecho, de la cintura y las piernas, dejando rasguños profundos y rojizos; eran peludas, con garras negras como la noche y un rugido ensordecedor golpeaba contra su oído izquierdo. No lo soportó más y finalmente despertó.
— ¡Diago! — gritó Amarel, corriendo hacia él. Estaban en una tienda azulada, iluminada por tenues quinqués, típico de las tiendas del equipo médico de la Rebelión.
— ¿Qué? ¿Dónde..?
— Tranquilo, no te muevas — dijo un enfermero de piel rojiza y una máscara de doctor.
Le acercó una lámpara a sus ojos y comenzó a hacerle preguntas. Cuando Diago quiso hablar, descubrió que su mandíbula estaba rodeada por vendas médicas que le hacían difícil articular palabras.
— ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu apellido? ¿Cuál es la última fecha que recuerdas? ¿Cuántos años tienes?
Diago no tuvo problema en responder, agradeció por todo lo alto que pudiera hacerlo. ¿Y si hubiera perdido la memoria? Se preguntó, pero podía recordar casi todo.
— Está bien, no te alteres — dijo el enfermero, Diago percibió que otras dos personas se posicionaban detrás de él lentamente —, pero debo decírtelo. Han pasado casi cinco días desde que estuviste consciente, estás ahora en Torres Viudas por órdenes de la líder Akali.
Sin embargo, al contrario de los pensamientos de los enfermeros, Diago no respondió violentamente. Todos habían sido testigos de los estragos que hizo en Fuerte Polar, estuvieron listos para detenerlo ante cualquier reacción desastrosa. Sí que llegó a sorprenderse, pero actuaba de una manera normal.
— Prados, ¿Tanto tiempo?
— Así es — dijo Amarel, quien no se separó de él.
— ¿Y los demás? ¿Dónde está el resto?
Diago lanzó la vista hacia lo lejos, donde un par de piernas se levantaban en el aire en medio de un espasmo. Varios doctores llegaron rápido a ayudar al paciente, Diago reconoció los gritos de ese chico sin ninguna dificultad.
— ¡Víctor! — gritó, mientras Amarel lo empujaba de regreso a la cama — ¡Ay no! ¿¡Qué tiene!?
— ¡Duermanlo! ¡Duermanlo rápido!
Diago vio el negro otra vez, todo su mundo desapareció en pocos segundos. No tuvo pesadillas ni malos pensamientos, sí sentía que dormía con placidez después de mucho tiempo. Apenas se despertó, decidió vigilar sus alrededores ante cualquier cosa.
— ¿Diago? — dijo Amarel nuevamente.
— ¿Amarel? ¿Hay alguien?
— Tranquilo, no hay enfermeros. Esos idiotas... te durmieron aunque les dije que no.
— ¿Hace cuánto fue eso?
— Anoche, ya está amaneciendo.
Mientras se levantaba, Diago se fijó en su amigo rubio que le tendió la mano para ayudarlo a levantarse. Sin músculos ni entrenamiento, sólo buen tamaño y cerebro. Con todas sus debilidades, salió disparado hacia Fuerte Polar bajo el riesgo de ser atacado por gente de su mismo bando y del contrario. Hasta lo defendió de los enfermeros que supuestamente lo cuidaban. Le sonrió con lentitud, le dolía el rostro como nunca antes.
— Gracias, amigo.
— ¿Perdón? — respondió Amarel, algo distraído. Estaba pendiente de por donde pisaba Diago con los pies descalzos. El suelo no era de tierra, sino de piedra fría y oscura.
— Por todo... es lo que puedo decir.
— Te lo diré sin muchas vueltas: estoy seguro que no haré nada de eso jamás en mi puta vida.
Conforme se reían, Amarel llevó a Diago hasta la camilla de Víctor Marine: el muchacho estaba descamisado, apenas se volteó para verlos, reveló un cuerpo hinchado y lleno de puntos y vendas. Hasta se podía ver una sutura grande en un punto calvo de su cabellera. Su ojo izquierdo estaba cubierto por uno de esos parches médicos.
Apenas él y Diago intercambiaron miradas, se lanzó hacia su amigo con todas las ganas del mundo. Se arrepintió al instante, su cuerpo se tensó de tal manera que las venas sobresalían por su cara. Amarel lo atrapó y ambos Guerreros se aferraron a sus hombros para poder abrazarse.
Diago analizó por primera vez un abrazo de Victor. La forma en cómo apretaba su torso y su rostro contra su hombro era muy diferente a la habitual. Estaba cargado de angustia y dolor, era más un abrazo de alivio que otra cosa.
— ¿Puedo unirme yo también?
Rita apareció dando largas zancadas sobre unas muletas, también estaba llena de puntos, suturas y vendas. Aun así, llegó sonriente con los demás. Ella había salido de una habitación donde había reposado al lado de otra persona.
Diago estiró la cabeza por encima de todos para ver quién estaba en la otra camilla. Apartó a sus amigos con suavidad y siguió hacia adelante, incluso cuando le decían que no fuera hacia allá. Apenas cruzó el umbral, su piel se palideció del horror.
Alan estaba ahí, acostado y reposando. Apenas Diago opacó la luz con su figura, se fueron viendo lentamente. En lugar de concentrarse en sus ojos color cielo, vacíos e inexpresivos, Diago vio su pierna izquierda: había un mecanismo de acero y titanio donde deberían estar su pantorrilla y su pie.