La líder rebelde se sentó a meditar un poco el poderoso remolino de rabia en su cabeza, con una copa de vino en su mano. Estaba en una silla acolchada, frente a una estatua monumental de un hipocampo a tamaño real. Cuando era niña, recordaba haber visto el esqueleto de un individuo de casi seis metros de largo en el Ministerio de Fauna Marina en Puerto Perla.
Ese mismo día, más temprano, dos de sus pupilos se encararon en su contra. Todo ese tiempo, ella tuvo presente el estado mental de los jóvenes Le’Tod, concordaba con Worgaine en que ellos dos siempre habían sido quienes más sacrificaban durante las campañas militares del ejército rebelde. Sin embargo, como líder del mayor ejército de todos los tiempos, su responsabilidad era que jamás retrocedería por unos pocos, sino avanzar por la mayoría.
Contempló a su alrededor, esa cámara era como una sala común en el Palacio de hielo, donde los residentes podían congeniar, compartir ideas o almorzar juntos. Incluso estando en un ambiente de comunidad, donde solía haber mucha gente a todas horas, estaba sola.
Sólo ella y su propio reflejo en su copa, devoradas por las olas de la melancolía. Así fue siempre para ella, tanto en su mansión natal, en la Academia de las Libélulas, en la Torre Oscura, hasta en ese preciso momento frente a una estatua de un caballo con cola de pez. Simplemente solitario.
Sin previo aviso, alguien tomó otra silla y se sentó a su lado: Jedrek, el primer Alto comandante rebelde ártico, también se sirvió una copa de vino.
— Espero que esos niños no te hayan hecho enojar – bromeó, acercándose cada vez más.
— Para nada, no me sumerjo en berrinches empedernidos – aseguró firme, con las mejillas coloradas.
— Me agrada escuchar eso.
— Por favor – ella escupió con fastidio —, deja de actuar así Jedrek: como el típico caballero de alta alcurnia que venera a las damas y la belleza interior. Ambos sabemos que sólo actúas.
— Mi mente es más compleja que eso, Líder Akali – se defendió, recostándose contra la estatua —. No diga eso de mí, es muy grosero. Además, ¿Quién es usted para decir quién actúa y quién no?
Akali lo miró con firmeza y hasta una sanguinaria ansiedad. Llevaban tiempo trabajando juntos desde que la Rebelión venció a Blueson en Casquillo Plateado, las hurracas iban y venían. Incluso cuando él fue clave para su victoria en Fuerte Polar, ella seguía desconociendo su verdadero espectro. En especial cuando le cerró las puertas al país de Las Montañas del Norte.
— ¿Por qué una hugona como usted, imagen de la Orden de la Cobra, buscaría destruir a toda su cultura por gente ajena a ella? Mírenos ahora, si el mundo fuera como fue hace ya dos años, usted me mandaría a matar por estar demasiado cerca de usted.
— La Orden es sólo una telaraña de corrupción, hipocresía y mediocridad, ya deberías saberlo.
— Entonces, ¿Para usted las razas originarias son más excepcionales, son la clave para el sistema que busca instaurar?
— Ay – bufó con fastidio la líder rebelde —, eres muy hablador. Yo… sólo considero que hay demasiados prejuicios en este mundo. He visto de cerca a gente de las razas originarias lo suficiente para tomar esta fuerte decisión.
— Abandonar todo lo que era cercano para usted para ser la única capaz de llevar tal carga… una carga como la de matar a Frederic Blueson.
— Vete a la mierda – atacó, con tranquilidad y con la boca dentro del vino.
Un silencio tan pesado como una piedra abarcó la sala, tanta era le presión que sólo se podía escuchar el viento bailar a su alrededor. Jedrek la observó por la comisura del ojo, supuso que el vino felicity ya le estaba haciendo efecto.
— ¿Cómo fue… matarlo? – preguntó, se le notaba un poco más tenso.
— Nunca me puso a pensarlo, pero tampoco me mortifica hacerlo. Él y yo no éramos muy cercanos, mucho menos después que Crescenta Tekin saboteó su examen final en la Academia de las Libélulas. Nos odiábamos desde pequeños.
— Frederic siempre había sido muy ambicioso, quizás para cubrir un vacío – fue entonces cuando se vieron uno al otro —. Entre nosotros, él merecía morir. ¿Y ese broche que trae? Me imagino que es un recuerdo de su pasado.
Jedrek la había tomado desprevenida, lo supo cuando la vio contorsionar el rostro con algo de miedo. Ella subió su mano hasta su pecho, apartó las pieles con las que se protegía del frío y sacó el broche de serpiente enroscada que siempre llevaba. El viejo broche de Jerald.
Cuando lo vio y a ella misma reflejada en el material plateado, sintió el deseo de soltar una lágrima. En especial cuando recordó cuando un ser muy cercano a ella se apuñaló en nombre de alguien que lo abandonó. No obstante, se puso firme, en caso de que Jedrek quisiese sacarle más cosas.
— Un recuerdo de venganza contra una persona que… me quitó a alguien que me importaba – reveló.
— Curioso, ¿Ese “alguien” era un sirviente de élite? Saturno tenía uno idéntico, eso lo hacía propiedad de Arthur Blizzard.
— Eso no es tu asunto. Déjame tranquila.
Akali se dispuso a salir de ahí lo antes posible, se aseguró que había mejores habitaciones en el palacio, y otras con cerraduras muy fuertes. Tomó su capa de la silla y salió de ahí, taconeando escaleras arriba.