El sol irradiaba con una fuerza sobrenatural, pese a que estaban en invierno. Bianca no sabía a ciencia cierta si el espantoso calor se debía a su biología ártica o si el mundo comenzó a calentarse más, pero no se iba a mover de esa banca. A sus dos costados y a su espalda, sus cinco guardias personales la escoltaban y bloqueaban el paso de cualquiera que se le acercara.
Hacía un tiempo que no ejercían su labor de escoltarla, puesto que los chicos pradeños se habían ganado su confianza cuando se trataba de proteger a la princesa. No obstante, con su partida por las fiestas de Fin de Año, no tardaron en retomar su viejo rol.
Decidieron ir ligero cuando tocaron las doce del mediodía en las campanas de Estanque Hediondo: Bianca se comprometió a esperar a sus amigos en la parada del tren en el cual se habían ido hacía ya unos cuantos días. Ahí estaban, bajo el sol ardiente, seis árticos esperando un tren al cual no se iban a subir.
Xotur llevaba los brazos desnudos y bostezaba de tanto en tanto, mientras que Thorten inspeccionaba con ojo de águila a todas las personas que lucieran sospechosas; Froilán se peinaba su cabellera rubia para no tener tanto color, aunque terminaba por lucir una pelusa vieja y dorada de alfombra; por último, Kat abanicaba a Bianca con un ventilador azul y Gendra descansaba en el hombro de esta.
— Estos pradeños son tan repugnantes — dijo Xotur, sin ninguna pena —. Son gente tan… extraña. ¿Cómo viven con tanto sol?
— ¿Cómo vivimos nosotros con tan poco? — le respondió Bianca sin verlo, aunque no podía ocultar el rojo de sus mejillas por el calor.
— Bianca, ¿Estás segura de que ellos vendrán tan pronto? Creo que debimos darnos el gusto de esperar más tiempo allá en el campamento — dijo Gendra, cuando una pareja le depositó una mirada recelosa cuando pronunció «segura» con su acento.
— Seguiré esperando, ellos son mis amigos.
— Al menos dame el gusto de ver qué clase de porquería venden para comer — se quejó Froilán, quien se levantó y se tronó la espalda.
Pasaron las horas y, para su mala suerte, el sol comenzó a asentarse poco a poco, dejando un lienzo sin el alma de un pintor: un mar de estrellas opacado por las nubes de carbono. Un golpe intenso de nostalgia derrumbó a los árticos cuando no salió la Aurora Boreal, que les recordaba que sus seres amados fallecidos todavía podían visitarlos.
— ¿Aquí no sale la Aurora? — profirió Froilán, indignado.
— Es que ellos entierran a sus muertos, no los purifican con fuego — respondió Thorten, con un tono de asco sin igual —. ¿Cómo pueden hacer algo tan atroz y blasfemo?
Bianca se levantó en seco, sorprendiendo a su guardia. Mientras ella caminaba de un lado a otro nerviosa, el quinteto de paladines la seguía de cerca, como pollitos siguiendo a una gallina. La verdad era que Bianca comenzó a preocuparse por sus amigos y un torrente de ideas trágicas consumió su cerebro: pensó en que, quizás, el tren se volcó de las vías, perdieron el tren o no les interesaba regresar más con la Rebelión, ni con ella.
Empezó a darle vueltas a la última idea. Se centró, sin querer, en la posibilidad de que decidieran desvanecerse todos por igual de los ojos de la Rebelión. Un sentimiento de impotencia congeló su corazón y otro torbellino de pensamientos apareció con tal de acompañarlo: ellos eran amigos entre sí desde hacía más tiempo que ella, podía entenderlo, pero creyó que, por una vez, se sintió incluida…
De repente, casi por obra de un milagro, una poderosa nube de humo con un ensordecedor silbato apareció. Katharina agarró a Bianca del cuello del vestido para que no estuviera tan cerca de las vías cuando el tren finalmente parase. Había llegado una locomotora poderosa y de colores azulados, abrieron las puertas y un tumulto gigante se abalanzó sobre ella.
Entraron en alerta y su guardia personal la rodeó de inmediato: eran adultos jóvenes, adultos como tal y hasta gente canosa, todos recolocándose sus bandas con caballos tejidos para regresar a su labor. Bianca, con una fuerte rabia, empujó a Gendra y Froilán de frente suyo. Quería ver a sus amigos apenas aparecieran, pero la preocupación le quitó su sonrisa: no había planeado bien cómo los iba a saludar.
Sin embargo, no le hizo falta pensar demasiado, ya que Rita y Rose se hicieron presentes ante sus narices casi por obra de magia.
— ¡Rubia! ¡Andas toda colorada! Te llamaré “Roja” a partir de ahora — Risa carcajeó, aunque no terminaba de soltar a ninguna de las dos.
— Bianca, te traje un regalo: es una dona rellena, son muy ricas, la compré frente a la estación del tren de donde salimos — dijo Rose y Bianca la aceptó de inmediato.
Por un instante, se había olvidado de los varones del grupo, así que se acercó y les tendió la mano a todos, con una sonrisa perfecta, perlada y brillante. Bianca tuvo el deseo inquebrantable de devolverles el regalo: en la salida de la estación, los estaba esperando un carruaje negro con cojines, lámparas y un dulce olor a mazapán emanando del interior. Su transporte era muy diferente a los que usarían los demás rebeldes de la Morada, pero no lo pensaron mucho y disfrutaron el cómodo viaje.
Se formó una línea larga de carretas que iban directo a Estanque Hediondo bajo la luz de la luna, muchos árticos concordaban en que era una locación particular. Cuando la pandilla tuvo la esperanza de llegar a la mejor hora posible (cuatro horas previas a la medianoche), esta se desquebrajó cuando comenzaron a divisar luces y carpas coloridas a sus alrededores mucho antes de lo esperado: como el ejército rebelde se quintuplicó, los campamentos eran más extensos y comenzaron a crear ciudades de carpas allá donde llegasen.