La Recolectora. El poder en sus recuerdos

DESAPARECE ENTRE EL HUMO DEL CIGARRILLO

CAPÍTULO 2

 

DESAPARECE ENTRE EL HUMO DEL CIGARRILLO

 

 

 Supo que debía actuar con urgencia.  Quería vivir, salvar a su padre del peligro de esos sicarios, matones sin alma y pandilleros. Tembló. Se miró en el reflejo de la ventana mugrienta, su pelo del color de la miel, con trencitas africanas hasta la cintura, recogido en un moño arriba de su cabeza dejando caer algunas por su rostro. Su boca grande, temblaba. Todo su mentón lo hacía. Era tan grande y con tantos dientes, que era motivo de risas del infeliz del Chueco; decía que lo succionaba hasta los tuétanos, cuando le daba un beso de lengua. Y viendo su reflejo en silencio por eternos minutos de mirar sin ver, entendió al fin, que los sicarios mataron al amor de su vida. Y que debía huir. Pero huir de verdad, no como venía huyendo esas semanas, ya no era solo un: por las dudas me escondo, ya se había convertido en un: para siempre debo desaparecer. Era otro escenario. Tuvo miedo, mucho miedo. No era culpable de nada, pero quién le iba a creer.

Anduvo de un lado al otro, a ciegas, sin saber a ciencia cierta qué camino tomar. Buscó una bolsa y puso sus documentos de identidad. Lo volvió y lo leyó: Valentina Mota, sin segundo apellido. Buscó su partida de nacimiento y allí rezaba que era hija de Clemente Mota y madre desconocida. Tomó los papeles y lo envolvió en la bolsa sucia del piso que rasgó, lo empaquetó como quien forra un cuaderno, y lo colocó apretado entre su bombacha y su vaquero. Quería llorar, tirarse en el piso de ese lugar asqueroso y llorar por haber perdido a su amor. No pudo. Gimió en silencio, despotricó en susurros y renegó de todo. La policía no la buscaba, pero los sicarios de la banda del Jefe Ruso, sin duda lo hacían y eso era peor que la policía. Luego, buscó su mochila, puso pocas cosas que pudo atinar a meter: un buzo de lana negro que colgaba en el barandal, unas bombachas que las tenía metidas debajo de la colchoneta, calcetines viejos; se fijó cuánto dinero le quedaba, —tan solo unos trecientos pesos— y la documentación que palpó con su mano en sus calzones, miró hacia atrás, lo que había sido su hogar por ese tiempo y bajó tambaleante las escaleras, hasta salir a la calle.  Se detuvo en la puerta, insegura y ojeó de un lado al otro, sintiendo a los sicarios en su nuca. El Mudoloco y el Tony conocían ese escondite. No tenía mucho tiempo.

—¡La puta que te pario! Este vicio de mierda todavía me va a terminar matando —reclamó y regresó en su búsqueda.

Un paquete de cigarro barato estaba arrugado contra sus frazadas en el piso. La tiró dentro de la mochila y salió disparada de ese lugar. Ya en la calle, comenzó a correr por la peatonal Sarandí, hasta el palacio Salvo; descansó un poco pegada a la puerta de la ciudadela, luego se lanzó nuevamente a correr  y no paró hasta llegar a la plaza de la independencia junto a la estatua de Artigas. Contempló el camión de recolección de residuos; el ruido de las latas de basuras retumbó en sus oídos, y extrañó su trabajo. Algunos transeúntes extrañados por su apariencia adversa, la miraron dudosos; sintió a la ciudad como su peor enemiga. Edificios muy altos, las palmeras, las flores bien cuidadas en la acera, amplias avenidas sin autos estacionados, salvo alguno que otro, de esos autos viejos que da igual que lo roben. «Debo buscar al polizón amigo del Chueco, al tal Wilfredo Romano. El Chueco, siempre me dijo que podía confiar en él en caso de extrema urgencia» pensó. Estrujó la mochila sobre sus senos abultados ante su delgadez y caminó por la plaza, sin mirar a nadie y tratando de no llamar la atención. Con la cabeza agachada, los músculos tensos y el cuello adolorido, al igual que sus piernas. Siguió su camino sin detenerse. El cabello se había salido del moño, y lo traía tapando su rostro. No era de esas mujeres que pasaban desapercibidas, sino todo lo contrario, ya sea por su forma de vestir un poco infantil o por aquellas curvas. Pero ese día, sus hombros estaban hundidos hacia adelante. No vio nada que le indicase peligro. Era ella la que tenía un miedo tan colosal, que entraba como oleadas en su bajo vientre.

No quería morir.

Un bar estaba abierto, y sin pensarlo, entró para calmar un poco los latidos de su corazón, fue a sentarse a la mesa más alejada de las ventanas y pidió agua, mucha agua. Y un café. Se tomó los dos vasos de una sola vez, casi sin respirar y se quedó inmóvil, incapaz de poder pensar en algo en ese momento, ni una sola cavilación cuerda le salía de la mente. Estaba estática del terror. Solo sabía que debía buscar al polizón de Wilfredo, al que muchas veces había salvado el pellejo al Chueco, bajo pagos de golosos sobornos. Solo él podía sacarla de ese aprieto. No podía volver a su barrio, ni ver a su padre, ni buscar a sus amigas. No podía poner a nadie en peligro, como lo hizo el Chueco con ella. «Hijo de tu puta madre» rumió. Prendió un cigarro y quedó ahí, sin moverse; fumando. El mozo la miró y ella asintió, lanzó el humo con fuerza, y empezó a sentirse más calmada. Apagó el cigarrillo apretándolo contra el cenicero. «Soy una verdadera tarada, debo dejar esta mierda de pucho barato que solo me va a matar como un pescado afuera del agua. Algún día lo voy a dejar, juro que lo voy a dejar…» repensó.

No la iban a encontrar, al menos no, esa noche y metida en ese bar. Respiró. Ya sin humo. Ya sin fuerza, ya sin la mirada del camarero en su nuca.

—Tengo que volver a mí casa —murmuró.

Al Marconi, al barrio que todo el resto de la ciudad le daba la espalda, como a ella le daba la vida. No quedaba otro camino. De repente, observó por los vidrios a un hombre que cargaba una pala sobre los hombros en plena noche e hizo una mueca con sus labios. Se tiró para atrás en la silla, giró su cabeza hasta casi pegarla al hombro y siguió mirando hasta que el hombre desapareció en la esquina. Y como un rayo le vino a la memoria unos días antes de que cayera preso Pablo, cuando llegaba de trabajar y, casualmente, él tenía una pala puesta encima de su hombro, con una actitud muy similar a la de ese hombre. Arrugó la frente intentando revivir ese día que detonó la imagen que acaba de ver. Ese día llegó sucia a la casa, como todos los días, siempre llegaba sucia después de clasificar la basura, y lo vio con pico y pala en mano, rompiendo el piso de la diminuta cocina y le dijo algo extraño:




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