Ileanrod acomodó una silla de madera frente a Iriad y se sentó.
—¿Pensaste en mi propuesta?
—Sí —dijo Iriad.
—¿Y?
—Para saber si lo que propones es viable, debo ver el estado del portal —respondió el otro con el rostro serio.
Ileanrod observó detenidamente a Iriad por varios segundos, jugueteando con la gema de amatista que tenía colgada en el cuello:
—¿Qué te dijo Valamir?
—¿Valamir? —frunció el ceño Iriad como si no entendiera la pregunta.
—Los nudos están atados de forma diferente —señaló Ileanrod las muñecas de Iriad—. ¿Pensaron que no me daría cuenta?
—Vino a darme agua y algo de comer —confesó Iriad.
—Eso no contesta mi pregunta. ¿Qué te dijo? —repitió Ileanrod.
—Básicamente, que era mejor que cooperara contigo —se encogió de hombros Iriad—, solo que trató de convencerme de una forma más amable que tú.
Ileanrod se mantuvo en silencio, con los ojos entrecerrados por la desconfianza.
—Valamir solía ser honesto y centrado. ¿Cómo lograste convertirlo en tu perro faldero? —siguió Iriad—. ¿Cómo hiciste para que secundara cada una de tus nefastas empresas?
—La perspectiva sobre la realidad cambia cuando te ves obligado a trabajar en un ambiente hostil, en medio del enemigo —respondió Ileanrod.
—Entiendo.
—No, no creo que lo entiendas.
—De acuerdo —suspiró Iriad—. No, no lo entiendo, pero, aun así, he decidido cooperar contigo.
—¿Por qué?
—Porque estoy atado a una silla con un cuerpo que no es mío y tanto tú como Valamir me han hecho ver que no tengo otra opción —replicó Iriad, molesto.
—Si intentas algo… —le advirtió Ileanrod.
—Ileanrod —le habló Iriad con tono conciliador—, esta no es la forma en que imaginé la Restauración, pero prefiero que suceda en tus términos a que no suceda en absoluto. Mi lealtad a mi raza está por sobre mi desaprobación de tus planes. Y después de todo, tal vez tengas razón, tal vez no soy el líder adecuado para llevar a cabo esto. No tengo estómago para dirigir una guerra, nunca lo tuve.
—¿Cómo puedo creer que tus palabras son sinceras?
—Estoy a tu merced —se encogió de hombros Iriad—. Todo lo que tienes que hacer es tocar mi mente y averiguar si te digo la verdad.
—No puedo hacer eso —negó Ileanrod con la cabeza—. Si llego a dañar o debilitar tu mente, Lug tomará el control y todo esto habrá sido por nada.
—Supongo que tendrás que confiar en mi palabra, entonces —respondió Iriad.
Ileanrod no contestó. Después de un largo momento, el Ovate se puso de pie, se acercó a su prisionero y liberó sus manos y sus pies. Iriad se paró y estiró las piernas y los brazos, rotando con cuidado los hombros.
—¿Cómodo en tu nuevo cuerpo? —inquirió Ileanrod.
—Tolerablemente —respondió el otro.
—Las manos atrás —le ordenó Ileanrod.
Iriad obedeció e Ileanrod le volvió a atar las muñecas a la espalda. Luego tomó un trozo de tela y le envolvió los dedos firmemente para que no pudiera hacer gestos que invocaran sus habilidades.
—¿Vas a amordazarme también? —se quejó Iriad, irritado.
—Ninguna precaución está demás —contestó Ileanrod, sacando otro trozo de tela de su bolsillo y atándolo alrededor de la cabeza de Iriad, tapando su boca—. Vamos —lo tomó del brazo—. El portal está tierra adentro, no lejos de aquí.
Al salir del antiguo edificio, Iriad pudo ver al menos diez guardias armados, apostados en distintos puntos. Notó incipientes auras de magia emanando de ellos: magos principiantes, seguramente alumnos de la universidad. Iriad se preguntó si aquellos jóvenes sabían que estaban ayudando a quien iba a aniquilar su propia raza.
Ileanrod siguió la mirada de Iriad y dijo:
—Cualquiera de ellos puede matarte a la menor señal de mi parte.
Iriad sonrió burlonamente bajo la mordaza. Sabía perfectamente que esa era una amenaza vacía. Su captor no podía darse el lujo de matarlo sin echar por el caño sus ambiciosos planes. Ileanrod lo tomó del brazo y lo empujó hacia un área boscosa, hacia el norte de la isla. Iriad observó con interés la vegetación y los añosos árboles. Había estado aquí con Arundel hacía mucho, mucho tiempo. El lugar se veía mucho más salvaje y desatendido de lo que recordaba, lo cual no era para sorprenderse. Sorventus era una isla prácticamente abandonada pues el portal que albergaba era peligroso, y su descontrolado campo de energía inhibía las habilidades especiales de cualquiera que la pisara. En realidad, lo inesperado era que el edificio principal del palacio todavía conservara una estructura más o menos intacta. Iriad dedujo que Ileanrod se había encargado de mantenerlo en buenas condiciones a lo largo de los siglos, aunque desconocía con qué propósitos.
Distraído con el cerrado y abundante paisaje vegetal, Iriad tropezó con la raíz de un árbol en el sendero y cayó de bruces, golpeándose la cabeza contra el suelo al no poder usar sus brazos para protegerse. Gruñó disgustado bajo la mordaza y pestañeó varias veces para que la sangre de una herida en la sien no entrara en su ojo derecho. Ileanrod se acuclilló junto a él, le sacó la mordaza y la usó para parar la sangre de la herida.
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Editado: 19.02.2021