El sol salió a la mañana siguiente con un maravilloso resplandor. En el cielo se podía apreciar una preciosa mezcla de tonalidades de amarillo y rosa. Helena se frotó los ojos y buscó la silueta de su hermana pequeña. No obstante, ésta no estaba, así que se sentó al borde de la cama y estiró sus brazos mientras bostezaba. Se levantó para mirar por la ventana y contempló el hermoso paisaje: el sol estaba recostado sobre el cristalino mar y se reflejaba en el agua. Helena notó como una agradable y fría brisa marina se colaba por la rendija. La chica respiró hondo y dejó que el olor del mar impregnase su pequeña nariz.
El mar siempre le traía agradables recuerdos: como cuando su padre le había enseñado a pescar en su bote. Pues al ser la hija mayor, la responsabilidad y linaje familiar recaía sobre ella. Así que, ¿quién mejor que ella para continuar el oficio familiar? También recordó los días en los que su prima y ella, siendo pequeñas, construían castillos de arena en la orilla. Por aquella época, solían soñar que algún día serían princesas y vivirían en su propio palacio.
En general, le encantaba la idea de vivir en un pueblo costero como aquel. Sobre todo, gracias a sus acogedores vecinos. Pues se sentía muy afortunada por estar rodeada de personas tan amables y atentas. Ellos siempre prestaban ayuda sin esperar obtener nada a cambio y todos los días mostraban sus amplias sonrisas. Si tenían problemas personales, nunca se lo demostraban a los demás.
Por consiguiente, la aldea de Laften era muy tranquila, ya que no era común encontrar viajeros y casi nunca ocurría nada extraordinario. Algunos, como era el caso de Helena, podían considerar que era un lugar monótono y aburrido, pero aun así era un hogar.
Sus pensamientos se disiparon cuando vio desde la ventana a Actea, su vecina de enfrente, que como todos los días a esa hora cargaba con su compra matutina. Actea miró a Helena y le sonrió en muestra de saludo. Helena le devolvió el gesto de cortesía saludándola con la mano, pero entonces, otra cosa, captó la atención de Helena. Ésta no pudo evitar que sus ojos verdes esmeralda se detuviesen en una silueta masculina que se aproximaba al ágora[1].
De repente, Helena se retiró del ventanal y se vistió de manera apresurada con lo primero que pilló de su armario. Llevaba un pantalón de cuero, un blusón color verde que a juego con el tono de sus ojos y unas botas marrones. Bajó lo más rápido que pudo por las escaleras de piedra para llegar al piso inferior de la casa.
Su madre, Hesper, estaba cocinando, mientras que su hermana pequeña, Selene, de unos siete años de edad, jugueteaba con el desayuno. Helena no se detuvo a saludarlas, sino que se dirigió veloz a la puerta que daba al exterior. Selene se percató y siguió a su hermana hasta la puerta, pero Helena iba tan rápida que pronto la perdió de vista. Sin embargo, Hesper estaba tan ocupada haciendo sus labores que ni siquiera se dio cuenta.
La melena rubia de Helena ondeaba con el movimiento mientras esta corría para llegar hasta el ágora. Al parecer la muchacha no fue la única en percatarse de la aparición de la silueta y el lugar ya estaba repleto de curiosos. La multitud rodeó a aquella figura con una habilidad impresionante y la chica se abrió paso con dificultad mientras todos exclamaban:
—¡ya está aquí! ¡Por fin ha llegado!
El hombre que estaba en medio del ágora y había causado tanto revuelo, acababa de ver a Helena acercarse y gritó para hacerse oír entre la muchedumbre:
—¡Helena, me alegra mucho de volver a verte!
—¡Demetrio! ¡Qué gran sorpresa! —Exclamó la chica mientras intentaba hacerse paso entre la gente y llegar justo al lado de Demetrio.
Demetrio era un individuo de mediana edad y con pelo canoso. En su frente, se dibujaban unas pronunciadas arrugas. Aunque ha decir verdad, para su edad, estaba en buena forma y siempre lucía una armadura formada de láminas metálicas.
Demetrio le hizo señales a Helena para que lo siguiera y juntos se escabulleron como pudieron a un lugar más tranquilo. No intercambiaron palabras hasta que dejaron muy atrás el ágora.
—Si te parece nos vemos en mi casa en un par de minutos, deja que me acomode un poco y ordene mi equipo de viaje —sugirió Demetrio.
—¿Acaso te marchas otra vez de expedición? —quiso saber Helena.
—Las preguntas luego, por favor —rogó Demetrio. Por su semblante, daba la sensación de que estaba agotado.
A Helena le pareció notar algo distinto en el rostro de Demetrio a parte del cansancio. Era como si éste estuviese más demacrado: sus ojos marrones no tenían su brillo usual y sus gestos manifestaban que algún mal le afligía. Incluso le pareció ver que ocultaba algo en su brazo derecho, como una especie de trozo de tela abultado. Sin embargo, apartó esa idea de su cabeza cuando le rugieron las tripas con fuerza. Se acababa de acordar que no había comido nada, así que volvió a su casa. Conforme iba acercándose, pudo distinguir la silueta de su madre y su hermana en la calle.
—¡Que alegría que Demetrio haya vuelto sano y salvo! —comentó Hésper pensativa.
—Mamá, siempre te preocupas por nada. Sabes que él está constantemente fuera de la aldea y nunca le ha pasado nada —afirmó Helena.
A Helena le sonó de nuevo la barriga, así que sin perder un minuto más, entró en la cocina. Se trataba de una habitación con escasos muebles: un horno, una alacena, una mesa de madera y cuatro sillas alrededor. Helena cogió lo primero que vio sobre la encimera y se lo llevó a la boca. Masticando con ansiedad las tortas de cebada que le había preparado su madre. Luego bebió de la jarra un abundante sorbo de leche de cabra para que el alimento bajase. Tras devorar su desayuno sin miramientos, cogió de un cuenco un puñado de aceitunas, su aperitivo favorito y las engulló. Mientras Helena terminaba de comer, se percató de que Selene la estaba observando con los ojos muy abiertos. La niña presentaba unos rasgos muy similares a los de su hermana y su madre: una melena larga y rubia, unos enormes ojos verdes y una delicada tez. La única diferencia que estribaba entre su hermana y ella, era el fresco y redondeado rostro de Selene.
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Editado: 18.02.2023