Lady Elizabeth se levantó de su asiento y corrió hacia su habitación, seguida por su doncella, que intentaba consolarla. Entró en su alcoba y cerró la puerta con llave. Se dejó caer sobre la cama y se cubrió la cara con las manos. Sollozó amargamente, sin poder contener su dolor. Se sentía como si le hubieran arrancado el corazón. ¿Cómo podía su padre hacerle algo así? ¿Cómo podía el rey obligarla a casarse con un extraño? ¿Qué derecho tenían ellos a decidir sobre su vida?
Su doncella, que se llamaba Alice, tocó la puerta con suavidad y le habló con voz dulce.
- Mi lady, por favor, abra la puerta. No se haga esto a sí misma. Sé que es difícil, pero tiene que ser fuerte. Tiene que aceptar la voluntad de Dios. Tal vez el laird MacLeod no sea tan malo como piensa. Tal vez pueda ser feliz con él. - dijo ella, con esperanza.
- No, Alice, no. No puedes entenderlo. Tú no sabes lo que es estar en mi lugar. Tú no sabes lo que es perder la libertad, la dignidad, el amor. Tú no sabes lo que es casarse con un enemigo. - respondió ella, con angustia.
- No es un enemigo, mi lady. Es su futuro esposo. Y no está sola. Tiene a su padre, a sus amigos, a mí. Y tiene a Dios, que la ama y la cuida. No pierda la fe, mi lady. Todo saldrá bien. - insistió ella, con fe.
- No, Alice, no. Nada saldrá bien. Todo está perdido. No hay esperanza para mí. Solo hay oscuridad y sufrimiento. - exclamó ella, con desesperación.
Alice se quedó callada. No sabía qué más decir. Sabía que su lady estaba sufriendo mucho, y que no había palabras que pudieran aliviar su dolor. Solo podía rezar por ella, y esperar que el tiempo y el destino le dieran una oportunidad de ser feliz.