El tigre se quedó inmóvil, sorprendido primero, luego envidioso del coraje de aquella tortuga, que había enfrentado al mar ella sola, pura valentía. No daba crédito a sus ojos, por primera vez en su vida había encontrado alguien más valiente que él. Sintió su sangre correr por todo el cuerpo, como cuando estaba a punto de dar el salto final tras perseguir a una presa, y tuvo deseos de rugir, más fuerte de lo que rugía el mar. Si la tortuga había podido enfrentar su miedo, él también podría, para eso había nacido tigre, todos los demás animales lo respetaban por no temerle a nada, y el mar también lo iría a respetar. El tigre miró las olas, no había imaginado nunca algo así, y sin pensarlo dos veces corrió él también hacia el mar. Dio un salto, sintió el frio del agua en la piel, y dio otro salto más para no dejarse atrapar por las olas. Pronto su cuerpo entero estaba bajo el agua, en medio de aquel rugido interminable y ensordecedor que se mezclaba con su propio rugido. El tigre se hundía en el agua, sin nada que pudiera hacer. Burbujas de aire comenzaron a salir de su nariz, y aunque sus patas luchaban todavía para salir a flote no encontraban nada de donde aferrarse. El tigre se hundía cada vez más, el mar lo sacudía y lo mareaba, y sus movimientos frenéticos sólo le restaban las pocas fuerzas que le quedaban. Atrapado entre las olas, allí, solitario y final, de pronto la noche fue un silencio oscuro y distinto, una soledad en la que no había estado nunca. Y en esa soledad oscura y distinta, el tigre comprendió que no había forma de escapar. No se podía luchar contra el mar, el agua se dividía entre sus patas, y en aquel momento pensó en los senderos del bosque, en el destino de tigre que lo había llevado hasta ahí. Ahora luchaba por sobrevivir, pero el mar, indiferente, no luchaba contra el tigre, y era por eso que se lo tragaba de a poco; cuanto más se movía el tigre, más rápido se quedaba sin aire, y ya no había nada más que pudiera hacer. Entonces el tigre se dejó caer, vencido ya, hacía aquel abismo arremolinado e interminable del fondo del mar. Se hundía en la ternura del agua, el tigre, en las corrientes submarinas, se acostumbraban al fin sus ojos a tanta oscuridad, cuando de pronto sintió que algo lo arrastraba. El tigre no comprendió qué sucedía, hasta que sus ojos vieron en el cielo brumoso por encima de su cabeza una mancha blanca que se hizo cada vez más grande y luminosa, y al sacar la cabeza fuera del agua descubrió la luna, y respiró. Fue una bocanada de aire fresco que lo devolvió a la vida. La tortuga lo había salvado, había sido ella quien lo había rescatado desde las profundidades, pero ahora la tortuga luchaba contra la corriente, porque el cuerpo del tigre le resultaba demasiado pesado. Aunque sabía moverse en el agua, y conocía el mar y la fuerza de las olas, la tortuga apenas lograba sostenerse a flote. Sin embargo, con mucho esfuerzo pudo llevar al tigre a tierra firme, y con el poco aliento que le quedaba, los dos lograron salir del agua. La tortuga dio varios pasos y se dejó caer sobre la arena, donde las olas no podían alcanzarla. El tigre se sentó junto a ella. También estaba exhausto, si apenas podía levantar la cabeza y mantener los ojos abiertos.
-Tortuga, alcanzó a susurrar el tigre cuando recuperó un poco el aliento.
Prometo ser tu amigo para siempre.
La tortuga se echó de espaldas en la arena, y con esos ojos lentos que tienen las tortugas, capaz de retener aquella imagen durante siglos, quiso presentarse, pero ya no tenía fuerzas ni siquiera para poder hablar. Con una de sus patas, señaló hacia esos árboles que el tigre tampoco había visto nunca. Eran palmeras. La tortuga, como pudo, le hizo la seña de que observara los cocos que crecían allí arriba.
Ahí dentro hay agua dulce, dijo la tortuga lentamente. Sólo tienes que treparte para poder beber.
Cuando el tigre sintió que podía hacerlo, se levantó y comenzó a caminar hacia las palmeras. Trepó ayudándose de sus garras, y de un zarpazo dejó caer un coco al suelo. Luego bajó, y con su potente mandíbula lo rompió en pedazos. En efecto, dentro había un agua clara, dulce, que se podía beber. Antes de internarse en la penumbra del bosque, miró por última vez hacia la playa, y buscó a la tortuga. A su manera, con su mirada, el tigre le dio las gracias por haberlo salvado.
Poco después, la tortuga sintió la espuma de las olas que llegaban hasta ella, y supo que debía regresar al mar; si se quedaba ahí en la playa corría el riesgo de que algún otro animal fuera a atraparla. Giró para ver el bosque, le parecía ver todavía las huellas del tigre sobre la arena.
Y sonrío, como suelen sonreír las tortugas después de salvarle la vida a un tigre.
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Editado: 15.06.2024