La saga del Heraldo

Capítulo 6

 La ciudad de Targo tenía un trazado invisible, unas divisiones intrínsecas fácilmente detectables una vez que uno la comprendía. En sus inicios la ciudad se limitaba al terreno que hoy día conforma el Palacio real, sus jardines y el templo, todo rodeado por una muralla que había sido renovada y reforzada con el paso de los años.

La ciudad fue creciendo a su alrededor y principalmente de norte a sur, siguiendo diagonalmente el curso del río Aerial, que les facilitaba comerciar de forma rápida y eficiente.

Así, mercaderes y artesanos dominaban el barrio este mientras que el barrio oeste estaba compuesto por viviendas, pequeñas tiendas y desharrapados.

Por otro lado, la zona comprendida entre el palacio y la muralla norte había sido reclamada por la nobleza. Y la zona sur estaba ocupada a su vez por los servicios y tiendas de productos para los más acaudalados.

El centro geográfico de la ciudad era la Plaza real, justo en frente de la puerta principal del palacio. Era el lugar donde se llevaban a cabo las ejecuciones, los días de subasta, las fiestas y todo evento que requiriera de la presencia de toda la población.

Iacobus había recorrido la ciudad desde que habían llegado y se sentía impresionado y desdeñoso a partes iguales. No era la primera ciudad en la que estaba, pero sí que era la más grande que había pisado a ese lado del continente.

La diferencia económica entre los distintos grupos de la población le asqueaba. Se dio cuenta rápidamente que debía evitar la zona norte y el palacio para no llamar la atención de la guardia sobre su persona. Pero en el otro extremo, los barrios bajos, su aspecto tampoco le ayudaba a pasar desapercibido.

Aún no había decidido qué hacer, si quedarse en la ciudad o marcharse. Las compañías de mercenarios le habían abierto las puertas después de alguna que otra "valoración" bastante violenta, pero de momento ninguna le había inspirado la suficiente confianza como para no temer por su cabeza si algún día les ofrecían una recompensa por él. Podría intentar montar su propia banda, pero los bajos fondos estaban revueltos, por lo que se dedicó a visitar los burdeles y las tabernas.

Su asociación con el joven mago lo estaba de alguna manera desilusionando. Había decidido acompañarlo por distintos motivos; por un lado, le había salvado la vida y, por otro, llevaba mucho tiempo viajando solo... y sin ganar dinero. La inexperiencia de Memnoch y su honradez le hacían gracia al explorador, y también le traían recuerdos de otros tiempos. Había viajado muy lejos para alejarse de ciertas dificultades y deseaba que la compañía del mago le resultara beneficiosa para, de alguna forma, comenzar de nuevo, pero también quería divertirse.

Esperaba que el camino y la estancia en la ciudad se hicieran interesantes al estar acompañado de un mago, así como la forma de enfrentarse a los problemas, pero llevaban dos semanas juntos y sólo habían tragado polvo del camino y, en el caso de Memnoch, polvo de los libros. Iacobus jamás habría admitido ante nadie que le gustaban los problemas, la tensión del combate o la emoción de la aventura... pero sí que habría admitido que se aburre rápidamente.

Bien entrada la tarde sus pasos lo llevaron más al centro del barrio de los artesanos. Esperaba que allí hubiera alguna alternativa a lo que había visto en el barrio oeste. No es que fuera refinado, pero una mujer limpia y que oliera bien siempre le era preferible a la alternativa.

Encontró una taberna pegada a la muralla este que se llamaba "El Cobertizo", y entendía por qué. No tenía segunda planta y era tan amplia como cuatro casas juntas. Entró en el local y no acabó de disgustarle lo que había.

No era un prostíbulo, pero las camareras eran hermosas y ágiles. Conseguían esquivar las manos de los parroquianos con una sonrisa, y a Iacobus le gustaban los retos.

La taberna no estaba a rebosar, se veían grupos de trabajadores en algunas mesas, así como artesanos y hombres de dudosa reputación, pero inicialmente parecían ser los menos. Al fondo del local había un grupo armando alboroto. Se veía que estaban de celebración, y Iacobus deducía que iban armados, ya que nadie va con armaduras de cuero o similares sin llevar armas en alguna parte.

Mientras se sentaba en una mesa junto a una pared, el explorador también vio que algunos hombres repartidos por la taberna fingían estar despistados. Los alborotadores parecían estar liderados por un hombretón de cara grotesca que llevaba un pañuelo anudado a la cabeza tapándole un ojo y una chaqueta de buena calidad pero muy sucia. Su bolsa de dinero colgaba con ostentación y se levantaba a menudo para subirse el cinturón y así enseñarla.

Se estaba cociendo algo. Sólo alguien muy seguro de si mismo, muy borracho o muy estúpido no se daría cuenta. Pero Iacobus se había pasado el día caminando, por lo que no tenía ganas de irse. Mientras nadie le molestara podían formar un baño de sangre sin problemas. Pidió una cerveza y después de un par de intentos, se entretuvo trenzando unas tiras de cuero al ver que las sonrisas y palabras amables no derivaban en el acercamiento de las camareras.

No había pasado demasiado tiempo cuando los alborotadores se pusieron a corear: "¡Hosco! ¡Hosco! ¡Hosco!" , mientras el hombre del parche volvía a ponerse de pie y empezaba a hacer reverencias pidiendo otra ronda, lo que fue acompañado de una risas y aplausos.

En ese momento Iacobus vio que se abría la puerta y entraban dos hombres. Uno era grande, con la cara aplastada y una nariz porcina. Iba armado con una porra enorme que, además de notarse que había sido usada, parecía maciza. El otro, más estilizado, tenía rasgos sureños, piel morena y Iacobus vio una espada curva bajo su capa, típica de esos países.

El tipo llamado Hosco los vio entrar y por poco se le atraganta la cerveza. Mientras ambos hombres se sentaban aparte, Hosco despidió a sus hombres, disgregándolos y haciendo que algunos se fueran mientras otros iban a la barra. Iacobus se echó hacia atrás en su silla, puso los pies en la mesa y, con cara de estar concentrado, siguió con lo que estaba haciendo.




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