La Sandía

CAPÍTULO VI. LA SANDÍA ENTREVISTADA

     Estuvo prohibido que a media noche la puerta del refrigerador se abriera, se tenía el mal presentimiento que la mafia uval fuera a hacer uno de sus misteriosos actos frutales hacia quiénes le debían favores, después de todo no habían muchos malhechores en la cocina que se pudiesen culpar.

       Don Melocotón tuvo un gran interés en que fuese protegido, la mayoría de las frutas y verduras vivían allí y para nada le convenía que un incidente sucediese, ya había bastante tolerancia a que no llegaran a un acuerdo de paz con las hormigas que invadían a la cocina y los demás eran muy fáciles de irritar. Tan sólo, se debía de mirar a la sandía, por su comportamiento nadie la toleraba y las amables fresas que la apoyaban, no eran suficientes para detener la insistencia para que desapareciese de la vista, de todas las frutas y verduras.

      Por lo tanto, cada apertura la hacía temblar.

     La sandía pensaba una y otra vez que el hogar de la vieja zanahoria fuese tomado como un fuerte, cuando la ventana permanecía mucho tiempo abierta, unas cuantas aves solían entrar. De vez en cuando, una codorniz y unas palomas. Aun así, el caos que retumbaba hasta su canasta, era tan ensordecedor y fascinante, que le daba risa lo ridículos que se veían aquellos que a la nevera corrían a esconderse.

     Sin embargo, todo parecía haberse salido de control durante esa madrugada, mientras que una sombra se aproximaba a ella. El rastro de ruido era prácticamente mudo. Quién cuidaba la puerta era el aguacate, lo habían dejado en la cima del refrigerador para que gritara si a alguna fruta o verdura en la oscuridad observaba. Aunque, él siempre decía el pretexto que fue para madurar bien, la sandía sabía que le disgustaba su trabajo y cada vez que podía charlar, siquiera un poco, le preguntaba si su pepa ya estaba lo bastante dura como para bajar de su puesto de vigilancia. Por supuesto, curiosidad tenía, ya que desde su canasta demasiado lo veía trabajar, la sandía se preocupaba…

     Pero su voz chillona apenas se escuchaba entre los silbidos que el viento chocaba contra la ventana, y si lo hizo al instante que no había sido abierta, todavía se hubiera sentido un eco de sus palabras a lo largo de los cuchillos de la mesa y a la vez, unas pisadas a la distancia de alguien acercándose a quién sea que quisiese entrar.

     La sandía creía que el aguacate decidió dejarlo pasar, al recordar que estaba ahí, la decrepita zanahoria le había contado –en su primer día de su estancia– que al parecer no hubo al menos una semilla que presenciase el instante que fue picada, sino que todos se habían asomado cuando empezó a delirar. Más bien, el aguacate no estuvo para alertar, como en ese momento.

      Por su trasero un frío rozó, se había acostado cerca de los orificios donde el aire de la sala salía disparado y no alrededor de la taza de granos, la hedionda cebolla se había vuelto terca con sus preocupaciones al notar que ninguno en la planta quería ser precavido, por si la luz en la madrugada se encendía de nuevo. Insistió que se dejara a la taza en la esquina a su derecha y así se le haría difícil a quién escogiera escalar. Ya se pelaba a sí misma, con cada mordida de labios que daba, al ver la indiferencia de la zanahoria hacia ella.

     La paranoia de ninguna no pararía que ocurriera luego, la sandía se repetía sin parar que estaría preparada si todo estaba involucrado con ella. Debía de mostrarse segura y poco afectada con lo que se podía imaginar que érase capaz esa fruta o verdura, todavía así, supo que quizás no tendría que ser el responsable. Hubiese sido demasiado estúpido que se reuniese con ella y conociendo cómo era, agobiado no estaría porque la Granada lo encarcelara, sino por la venganza que la operada planeaba en su cabeza. En algunas opciones, incluso picahielos había.

      La sandía pudo no ser como los detectives Pimentón, pero fue astuta como para darse cuenta que no había ningún trozo de apio, o de bolsa de mercado de papel, o de plástico colorido, que ocultara la forma o la cáscara que tenía cada quién de la cocina y más allá, en la huerta. Que escondiese la verdadera apariencia de aquella sombra.

     Fue el primer momento que no negó que todos eran únicos y reconocibles en su aspecto, algunos más detallados que ella. A pesar de ello, la sombra de la sandía era parecida a la de un melón y eso la menoscababa e incomodaba.

      Dormía con un ojo puesto en la superficie de la taza, se había fijado que reflejaba muy bien la luz que venía de la ventana de ese estrellado cielo oscuro y bastaría para identificar de quién se trataba, puesto que la bombilla de la casa no cubría todo el suelo, solamente donde sus espaldas descansaban.



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En el texto hay: humor, crimen, fruta

Editado: 13.07.2020

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