La señorita Barrow. Crónica de un infierno

Capítulo III. La carnada

Indignación era la palabra que mejor le hacía justicia a mis sentimientos en ese instante en que tuve que morderme la lengua, apretar los puños y practicar el siempre difícil ejercicio de autocontrol para no explotar contra ese desgraciado, ese miserable que se burló de mí del modo más descarado y ahora caía como paracaidista del cielo, en plan héroe de cuento a socorrer a la damisela en apuros. ¡Qué descaro! En primer lugar, yo no hubiera estado sola en aquel callejón, a la vera de la noche y en peligro inminente si ese innombrable se hubiese reportado en tiempo y forma en lugar de jugar con mis nervios y, en segundo lugar, aunque para nada menos importante, gracias a su violento proceder, los sujetos que hubieran podido brindarme datos importantes, servirme como informantes más no sea a cambio de dinero o, por qué no, llegado el caso, iniciar una sociedad que fuera beneficiosa para ambas partes, ahora yacían en el suelo, noqueados, abatidos, imposibilitados de servir a la causa que movía mis pasos.

—¿Y bien? —pregunté con los brazos en jarra, mirándolo fijo a los ojos.

—Admito que tiene agallas.

—Estoy esperando una disculpa —le dije sin parpadear.

—No creo que se levanten del suelo por un largo rato.

—No me refiero a ellos.

—¿A mí? —preguntó con su mejor cara de incredulidad.

—Hablé con usted en esa tierra maldita y fingió ser otra persona —le reproché con vehemencia.

—Aún no decidía si tomaba su caso o no.

—¿Por qué mintió?

—Supongo que no estaba listo para darle una respuesta —se excusó—. A decir verdad, cuando le entregué el papel en la comisaría no creí que cruzara la ciudad para ir a mi encuentro, no pensé que llegaría tan lejos.

—Aguarde un momento…—me tomé unos instantes para no ceder a los impulsos asesinos que me invadieron de repente—. ¿Usted era el vagabundo de barba blanca que me abordó en la calle?

—Ya probé que soy bueno camuflándome.

—¡Está demente!

—Usted no resultó muy cuerda que digamos.

—¿Ahora me insulta?

—¿A quién se le ocurre venir a estos tugurios sin más armas que una navaja desafilada y unos ojos que encandilan? —preguntó mientras revisaba los bolsillos de los ladrones con absoluta impunidad.

—No podía esperar por toda la eternidad que un detective engreído, deshonesto y exasperante se dignara a dar señales de vida —reviré buscando hacerlo sentir culpable, responsable de lo sucedido.

—¿Por qué le importan tanto esas mujeres?

—Soy periodista.

—No me convence.

—¿Es alguna clase de examen?

—Si voy a involucrarme con gente pesada necesito saber que lo hago por algo más que unos cuantos billetes —respondió y comenzó a caminar en dirección a la avenida, abandonando la escena, obligándome a seguirlo, a escapar de aquel lúgubre callejón—. ¡No me malentienda! El mío es un trabajo como cualquier otro, ofrezco un servicio a cambio de una tarifa, pero hay peligros que solo se corren por las razones correctas.

—Un hombre con convicciones —dije en tono burlón.

—Parece sorprendida.

—Jamás creí tener que dar cuenta de mis motivos a nadie.

—Siempre hay una primera vez —insistió sin dejar de caminar, dándome la espalda.

—¿Por qué no?

—¿Disculpe?

—No quiero ser la periodista que se sienta a escribir una crónica sangrienta cuyo remate sea la impunidad de no saber quién fue la mano ejecutora, que termine describiendo la destreza de una mano invisible, de un ser misterioso que aterroriza la ciudad sin poder ponerle rostro, sin poder deletrear su nombre.

—Ese es trabajo de la policía.

—No puedo imaginar tener que decirle a un padre que su hija no regresará, a un niño pequeño que su madre, esa de la que depende su mundo, no volverá a cruzar el umbral de sus brazos o mirar a los ojos a un esposo que nunca, y nunca es más eterno que la eternidad que concebimos, rozará los labios de aquella que creyó inmortal, que lo acompañaría hasta el mismísimo final de los días. Sí, esa es tarea de la policía, pero aunque no concibo el dolor inenarrable de los damnificados, al menos obtendrán una respuesta y su martirio será aprender a convivir con el dolor, con la ausencia, con el interrogante de lo que pudo haber sido si el diablo no se cruzaba en sus caminos de modo tan vil.

—Entiendo eso pero…

—El hecho de no tener quién te llore, quién te extrañe, quién despierte cada día pensando en ti, no debería significar perecer en el olvido, esfumarse entre la niebla negruzca del otoño —interrumpí.

—El mal está ahí aunque nadie lo note.

—Aunque nadie lo denuncie.

—De acuerdo —dijo parándose en seco.

—¿De acuerdo?

—Acepto el caso.

—Me alegra oír eso —por mucho que estaba enojada con él por sus mentiras, por sus engaños, por arruinar lo que hubiera podido ser una noche interesante en materia informativa, sabía que necesitaba ayuda, que me haría falta un compañero que me apoyara e incluso se aventurara en algunos sitios que me eran ajenos, que me eran lejanos; máxime teniendo en cuenta mi inexperiencia en el campo.




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