La señorita Barrow. Crónica de un infierno

Capítulo VII. Puñales al alma

No pude conciliar el sueño. De hecho, ahora que lo pienso, creo que ni siquiera lo intenté. Deambulando como un zombi en mi habitación, sentándome en la cama, en el suelo, observando el cielo estrellado por la ventana, por fin caí en la cuenta de que había llegado a una encrucijada y necesitaba de modo imperioso tomar una decisión o, mejor dicho, aceptarla y vivir con ella. La realidad es que no era negociable para mí llegar al quiz de la cuestión, derribar barreras, eludir obstáculos y poner la otra mejilla en pos de alcanzar la verdad y desnudar un secreto tan arcano como siniestro. No obstante, para alcanzar ese objetivo, para que no fuese tan solo una utopía, era menester aprender a confiar, a trabajar en equipo, a delegar y, sobre todas las cosas, evitar confrontaciones innecesarias con la única persona que había demostrado lealtad, que había asumido el riesgo de sumarse a una cruzada ajena que amenazaba más que nuestras carreras la propia vida, y lo había hecho involucrándose más de lo necesario, llegando incluso al límite de burlar la línea difusa que separa lo legal de lo correcto.

—Siento mucho lo que sucedió ayer —dije sentada en un banco de la plaza Prix.

—No hay cuidado.

—Sí, déjame disculparme.

—No hace falta.

—Has mostrado un compromiso encomiable y siempre estuviste para mí cuando lo solicité.

—Para eso me pagas —replicó frío como un iceberg.

—No, es más que eso —insistí—. Aunque tengo problemas con tus acciones temerarias, no soy tan obtusa como para ignorar que tienes buenas intenciones.

—Me alegra servir a la causa.

—¿Puedes decirme cómo se te ocurrió la estúpida idea de secuestrar a un sargento de policía? —pregunté parándome como si tuviera un trampolín en la cola, haciendo a un lado a la muchacha apenada para dar rienda suelta a la mujer bravía.

—Era la única forma de que hablara conmigo —se excusó mientras desojaba una margarita—. Sí, soy consciente del riesgo, pero de otro modo jamás hubiera obtenido una confesión.

—¿Qué clase de confesión?

—Tal como pensábamos, el comisario no es trigo limpio, de hecho obtiene un gran rédito económico de la prostitución y todo tipo de actividades non santas.

—¿De qué forma? ¿Proporcionan protección a los proxenetas, son sus socios en el crimen o los extorsionan a cambio de hacer la vista gorda en sus negocios ilegales?

La curiosidad estaba matándome, y fiel a mi ansiedad por conocer todos y cada uno de los detalles vomité todas las preguntas que pude hacer antes de recordar respirar.

—Por ahora solo sé que el comisario es uno de los peces gordos, pero no el único —contestó haciendo caso omiso de mi entusiasmo.

—¿Y las mujeres desaparecidas?

—Ordoñez dice que eran zorras de tugurio y huyeron con un amante ocasional, pero creo que miente.

—¿Crees que podría saber qué pasó con ellas? —aunque podía resultar avasallante, cada pregunta era crucial para completar el rompecabezas y conocer a ciencia cierta a qué nos enfrentábamos.

—Está muy asustado, podemos usar eso a nuestro favor, pero no será fácil lograr que traicione a su jefe.

—Debemos tener cuidado, tú debes tenerlo —le advertí—, ahora el sargento está contra la espada y la pared y dudo que se resigne a convertirse en juguete del destino.

—En eso tienes razón.

—¿En serio amenazaste con lastimar a su esposa e hijas? —inquirí espantada, abriendo enormes mis ojos cansados.

—Son lo más importante para un hombre —respondió sin ponerse colorado.

—Pero solo lo dijiste en modo figurativo, ¿verdad?

—Lo cierto es que Ordoñez tiene tanto miedo de perder a su familia como del infierno que podría sobrevenir si sus jefes se enteran que se transformó en un soplón —dijo evitando dar una respuesta concreta a mi pregunta, esquivando el meollo de la cuestión como quien dice.

—A eso me refería —asentí—, no sabemos cómo reaccionará cuando la situación se torne irrespirable.

—De momento me preocupas más tú que él.

—¿A qué te refieres? —palidecí—. Sí, soy obstinada, a veces me dejo llevar por mis impulsos sin razonar los pro y los contra pero…

—Ordoñez me dijo que su jefe le pidió investigarte —interrumpió.

—¿Investigarme?

—Según parece no tomó muy bien tus preguntas durante la entrevista.

—Soy periodista, ¿qué esperaba? —reviré restándole importancia.

—Supongo que asegurarse que nadie, y menos una periodista, interfiera en sus cajas paralelas.

—¿Y ahora qué?

—Yo mismo revisaré el informe del sargento —replicó buscando traer algo de alivio—; solo espero que no lo modifique a la hora de la entrega.

—¿Puedo saber qué planeas?

—Ya sabes —sonrió—, decir que solo eres una niña rica en busca de notoriedad, tu segundo de fama, pero que en modo alguno estás al tanto de las cuevas oscuras que brillan en la inmensidad de la noche.




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