La Séptima Traición

El destino

Deambulaba entre las calles de su ciudad como si fuera una extraña, aunque había vivido toda su vida a unas cuantas cuadras del lugar donde andaba, miraba todo con unos nuevos ojos, toda esa gente yendo de un lado a otro, pregonando sus mercancías, regateando precios… los colores de las frutas y verduras que inundaban el paisaje… los animales y los artefactos más comunes y más extraños que había visto, se entrometían en sus pupilas todas de una vez, maravillándola con su sencillez y su espontaneidad. Llevaba puesto un desgastado vestido café, que le quedaba un poco grande, ya que se los había comprado a una criada a cambio de unas cuantas monedas de oro, precio razonable si se considera que incluye el silencio de la vendedora, pues ¿para qué querría una princesa unas ropas tan feas, corrientes y viejas? La respuesta es sencilla: para nada bueno. La verdad era que desde hace poco había descubierto la manera de escaparse del castillo sin que nadie lo notara. Le ayudaba el hecho de que pocas personas conocían su cara, ya que, por una larga tradición real, nadie podía mirar el rostro de una princesa antes de su casamiento; pero con sus ropas de princesa no podía pasar desapercibida, por eso es que necesitaba tanto de esos harapos.

 

En su despreocupado andar por el mercado, varios hombres de intenciones dudosas voltearon a verla. Aunque quería pasar desapercibida con ese vestido harapiento, le resultaba imposible disimular su piel blanca y tersa, su cabello negro sedoso y su porte real. En lo que se entretenía en un puesto a mirar unas baratijas con una expresión de fascinación, no se percató cuando alguien se le acercó por detrás.

 

—Oye, bonita ¿Qué anda haciendo una preciosura como tú, en un lugar como este? —ella volteó desconcertada, nunca nadie le había hablado de una manera tan lujuriosa como esa. Se encontró la mirada con un extraño, alto, moreno, de cabello negro enmarañado y una sonrisa lasciva.

—Sólo estaba mirando… disculpe, tengo que irme —Quiso emprender la huida, pero tropezó con una persona. Un hombre de apariencia más temible que el anterior, aunque mucho más arreglado y con ropas más nuevas, aprovechó su descuido para acercársele.

—¿Cómo estás? Hace tiempo que no te veía por aquí —le dijo el extraño mientras le hundía una daga en un costado y luego le susurró al oído —…si tratas de pedir ayuda, te mueres aquí mismo.

Los dos malandrines se la llevaron a un callejón alejado de todo el bullicio. Inmediatamente, Ángel sacó una bolsita con unas cuantas monedas de oro (una pequeña fortuna) y les pidió que la dejaran en paz, pero al abrirla no hicieron más que confirmar sus sospechas.

—¿Sabes que creo, niñita? —le preguntó el hombre más vulgar, mientras la empujaba contra la pared —, pienso que tú vales más que esas moneditas de oro porque éstas manitas —le tomó la mano y comenzó a palparlas —éstas manitas lisitas, libres de callos nunca en su vida han tenido que hacer nada para ganarse la vida.

—Así que…— continuó el otro, mientras se arreglaba desenfadadamente el cabello —¿de qué casa te fugaste? ¿A quién pedimos rescate?

 

No podía creer que tuviera tan mala suerte, en tan sólo 10 minutos había logrado que un par de trúhanes la atraparan. El problema más grande, era que no sabía que contestarles, porque sospechaba que si se enteraban que ella no era sino la princesa de Andaluz, probablemente les resultaría más lucrativo venderla a algún país enemigo, o peor, la devolverían al castillo, donde cuando se enteraran de lo que había hecho, seguramente deslegitimarían, la desheredarían y si estuviera en sus manos la excomulgarían. Así que decidió mentir:

—Lo siento, pero… aunque mi familia es noble, hace poco quedó en bancarrota, mis padres no pueden pagar ningún rescate, porque no les queda nada más que su apellido.

A lo que el tipo bien vestido, respondió con tremenda bofetada, que casi la tumba al suelo.

—¡¿Me tomas por idiota?! Si tu familia está en la ruina, ¿entonces por qué llevas tanto dinero contigo?

—Pues… yo… —no podía ser, se sentía estúpida por pensar en que podía apelar tan fácilmente a la bondad de aquellos malandrines.

—Mira —la amenazó el hombre vulgar —si no tienes más dinero que éste, no te preocupes, tienes algo más valioso con lo que puedes pagar: conozco a unas personas que pagarían mucho por este cuerpecito.

—¡No! No… yo soy… —justo antes de que pudiera terminar la frase, apareció de la nada un hombre que le parecía familiar. Era alto, bien parecido iba uniformado de militar.



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En el texto hay: misterios, primeros amores, romance

Editado: 02.07.2019

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