La silla incomoda

Capítulo 1

Susana caminó a su sala son muebles con el celular pegado en una oreja y el un libro en la mano izquierda. No dejaba de sonreír y hablar.

—Te veo a las cinco y media. Mejor aún, ¿Por qué no vienes a recogerme a mi casa? Ok, te espero. Te amo. Chau.

Susana le dio un beso al teléfono y lo guardó en su bolsillo. Se sentía más animada. Se sentó en el sillón, los cojines se hundieron ante el aumento de peso.

—El comprar este sillón fue una de las mejores decisiones de mi vida —se dijo a si misma mientras acomodaba el trasero.

Se apoyó en el espaldas y jaló la palanca para poder estirar los pies. Abrió su libro (“Amor en tiempos de tragedia” de Stephen King) y comenzó a leer.

—Oye —dijo una voz tétrica que resaltó mucho la “Y”

Susana bajó el libro. Sus ojos estaban irritados. Lo había interrumpido a mitad de un párrafo.

—¿Qué diablos quieres?

—Matate por favor —la voz provenía de la silla que tenía al frente. Mientras el sillón en el que estaba sentada era moderno; la silla parecía venir de inicios del sigo pasado. Era un mueble de madera con un cojín marrón y polvoriento.

—No.

La silla se sorprendió ante su respuesta. Si tuviera cara lo demostraría con sus facciones.

—Pero acabo de pedirte “por favor”. Tienes que hacerlo. Así funciona la convivencia humana. Estás traicionando a tu propia especie.

—No sé de dónde sacaste eso y no me importa.

—Bah. Además. ¿Qué tiene de bello vivir?

Susana no tenía ganas de tener una discusión existencial. Solo quería leer su maldito libro.

—No lo sé. El estar viva me permite leer este libro en primer lugar. No es la gran cosa, pero me entretiene. No podía hacerlo si estoy muerta.

Susana se aclaró la garganta:

Robert y Stephanie estaban parados cerca a la orilla de una playa, con las olas mojando levemente sus pies.

“Tenemos muchos problemas”, dijo Stephanie.

“Lo sé”, respondió Robert.

“No tenemos trabajo, nos van a embargar nuestra casa, nuestro hijo ha desaparecido y tenemos un perrito con cáncer”.

“Lo sé”, repitió Robert. Su rostro pedía un consuelo.

“Pero nada de eso importa. Al menos no ahora. Mientras estemos juntos nada nos detendrá. Te amo”, le dijo Stephanie con los ojos aguados.

“Y yo a ti”, dijo Robert.

Los dos se abrazaron con fuerza y se dieron un beso apasionado que hizo sus problemas se hicieran a un lado. Lo único que importaba era la llama imposible de apagar del amor.

Susana levantó la cabeza del libro. La silla seguía ahí, con el cojín levantado. Nadie se había sentado en ella en meses.

—¿Qué pareció?

La silla no respondió. Susana siguió leyendo en voz baja.

—¿Quién te dijo que dejaras de leer? Sigue leyendo —le ordenó la silla. El mueble únicamente estaba preocupado por el perrito con cáncer.

Susana continuó leyendo.

Hace exactamente un año, Meredith, la madre de Susana, murió de cáncer de garganta, pulmón e hígado (los doctores todavía discuten cuál de los tres la mató). Le dejó a Susana la silla como herencia.

—Me sorprende que me haya dejado algo. Nos abandonó hace dieciséis años para recorrer el mundo —se dijo a si misma.

En su testamento le dijo que nunca la quiso y que el día de su nacimiento fue el más miserable de su vida.

Cómo sea, su hermana melliza Suzanne recibió una casa de tres pisos, dos millones de soles y un par de terrenos.

Apenas llegó a casa, Susana se sentó en la silla marrón. Sintió varios piquetes en los glúteos y los muslos. Con solo unos segundos sentada bastó para hacerla decidir que jamás de los jamases se iba a sentar en esa silla.

—Matate —dijo una voz tétrica. No parecía humana.

—¿Quién dijo eso? —preguntó Susana con un tinte de miedo en su voz.

—Fui yo —respondió la silla con seguridad. La voz provenía dentro del cojín —. Me harías muy feliz si acabaras con tu vida. Hay muchas formas de hacerlo. Solo tienes que ser creativa.

Susana levantó una ceja. “¿Esa silla me está hablando?”, pensó.

—Te propongo una idea: Tapa todas las puertas y ventanas de la casa; enciende el gas del horno; luego ponte a leer o a ver la televisión, ¿Hay alguna película que quieras ver antes de morir?. No tienes que preocuparte por nada, el gas hará todo el trabajo. Si quieres puedo acelerar el proceso, ¿Fumas?

Una cajetilla de cigarrillos apareció en el asiento.

—Solo tienes que pedirme la marca que quieras. Yo concederé tu última voluntad.

Susana tomó la cajetilla y fumó uno. Hizo tres aros de humo seguidos. Pudo escuchar los aplausos de un público provenir de la silla.



#3011 en Fantasía
#619 en Magia
#3722 en Otros
#703 en Humor

En el texto hay: asesinoserial, monstruo bestia, silla

Editado: 31.07.2024

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.